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Por: Rodney Castro Gullo

Mientras organizaba algunos papeles, me topé con una vieja escarapela que me acreditaba como jurado en el festival vallenato; el plástico todo, era saturado por el rostro de Carlos Vives, homenajeado en aquella ocasión.

Recordé muy bien, que durante aquel festival, sucedió algo inédito, el vigilante del conjunto de casas donde me quedaba, había padecido la visita de dos ladrones armados con navajas. Tranquilos, sé que la aparición de dos rateros en una noche cualquiera, no es ninguna novedad, lo que si lo es, es la razón del atraco, lo cual  procedo a contar.

Jaime lo tenía claro, no le costó trabajo convencer a Ricardo para que se le sumara en tan colosal aventura. Y es que el ambiente era el propicio para acometer sus fechorías. Valledupar todo, estaría rendido a los pies de lo que más lo movía, el sentimiento; por supuesto acompañado de melodías de acordeón. Y es que la felicidad, la nostalgia, el éxito, el amor y la tristeza por profunda que sea, siempre, en esas tierras, se mantiene amalgamada a la música vallenata y durante su festival, la explosión de sensibilidad poética de sus habitantes, no tenía igual.

El pueblo permanecería esta vez más exultante que de costumbre, el mismísimo Carlos Vives en persona, había ido a recordarles la valía del especial tesoro intangible que tienen en ese rincón de Colombia, con su tradición musical.

No había tiempo que perder, después de un tortuoso viaje en bus de 12 horas, habían llegado a la capital mundial del vallenato. Valiéndose de artificios ingresaron al lugar donde se daría apertura a la fiesta; eso sí, con navaja camuflada y morral dispuesto para almacenar el fruto de sus saqueos.

Mientras las personas coreaban y se contoneaban con las canciones de famosos artistas, ellos trataban de seleccionar a sus víctimas. Pero su concentración era interrumpida, por la efusividad de los asistentes.  Se sentían raro, en ese lugar no los trataban con prevención, los recibían con familiaridad, y el ambiente musical que sobresalía, era cálido y conmovedor. Decidieron saborear de aquello que era tan inusual en sus vidas y disfrutaron de una noche pletórica de sensaciones.

Al día siguiente, conscientes de sus morrales vacíos, decidieron salir del viejo hotel donde se hospedaban en el centro de la ciudad, irían a uno de los epicentros del Festival, el Coliseo de Feria Ganadera. Les impactó lo que encontraron, dos gallos de peleas convertidos en seres humanos, dándose espuela en una tarima. Se atacaban sin contemplación a punta de rima y creatividad; era el emocionante concurso de piquería.

El calor los agobiaba, decidieron gastar un poco de su maltrecha economía en dos refrescantes cervezas. Llegó un grupo con camisas y gorras iguales, le hacían barra a uno de los concursantes en la categoría de canción inédita. El compositor que estaba con ellos, ansioso por la proximidad de su turno en tarima comenzó a hablarle a Jaime. Le confesó que estaba nervioso. Este conmovido trató de ser solidario, “no se preocupe pingo, que ustedes son muy buenos en eso”.

Terminaron uniformados y haciendo fuerza para que su nuevo amigo ganara el concurso y aunque la derrota había sido estrepitosa, pues no pasaron de la primera ronda, la parranda posterior había sido apoteósica. Fueron a dormir ebrios y otra vez con los morrales desocupados, pero pensando en lo lindo y generoso que era Valledupar y su festival.

Despertaron con una mueca de sonrisa, plenos por la experiencia de la noche anterior; pero sabiéndose los peores ladrones del mundo. Pero esta vez no habría ninguna excusa, sería su última noche en Valledupar. A pie marcharon por la plaza Alfonso López, también dieron una vuelta por La Pedregosa, hasta llegar finalmente al parque del Helado. El calor no cejaba, por el contrario les parecía cada vez más asfixiante, sin embargo, el ambiente festivo lo arropaba todo y el mítico río Guatapurí no dejaba de atraerlos con su ronroneo y remozada lozanía. Sucumbieron ante el rumor de las relajantes aguas y allí permanecieron hasta que se hizo de noche. Les provocó un mango con sal, pero les cobraron tres mil pesos, decidieron no comprarlo, el dinero no alcanzaba sino para pagar la dormida de aquella noche. El regreso a su terruño sabían, sería a punta de chance.

“Un manguito tres mil pesos…”,  mascullo Jaime en forma reflexiva.

En las afueras del Parque de la Leyenda, habían largas filas, pero también policías por doquier. Empapados como iban, no tendrían chance para emprender acción alguna. A la media noche y con frío, asumieron su derrota; caminaban de regreso a su hospedaje, pensativos, frustrados por haber fallado en sus objetivos, y fue cuando se les ocurrió tomar de lo otro que daba el Valle en abundancia. Pasando por una de las urbanizaciones cercanas al monumento del Pedazo de Acordeón, se metieron por una de las callecitas y Jaime con agilidad puso en el cuello del vigilante de la cuadra su afilada navaja, mientras, Ricardo se aprestó a descargar el palo de mango que tenían en frente. Entonces el vigilante, que estaba armado solo con un bolillo, pálido de miedo les susurró, “tranquilo compa aquí en el valle los mangos son gratis” y respondió Jaime con un enérgico “!Gratis…, son a tres mil pesos!”, y entonces el vigilante abusando de su reducida condición, atinó a concluir, “Nombe, lo que te cobran es el limón y la sal”.

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