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Por: Jorge Guebely
Basta conocer algunos parámetros de la democracia suiza para avergonzarnos de nuestro remedo democrático. Para descubrir que no son las riquezas naturales las que enriquecen a un país, sino la riqueza humana de su pueblo, especialmente, la de sus políticos. Ningún malandro es tan nocivo como cuando ese malandro es un político
Edward Snowden sentía orgullo por la democracia directa suiza. Imperfecta, pero más cerca al concepto original. Mantiene el mayor nivel de igualdad en el mundo por encima de diferencias culturales y económicas. Exitosa por considerar al ser humano más importante que las etiquetas sociales y económicas. Sin privilegiados ni excluidos, democracia con sentido humano.
Ningún político suizo haría de la política una profesión, un ‘modus vivendi’ para toda la vida. Mucho menos, una oportunidad para el enriquecimiento personal, para la delincuencia estatal, el último refugio cuando ha fracasado en los demás campos. No convertiría al Estado en un botín de pirata.
Usa la política como servicio social. No de palabra, de auto-publicidad, sino de corazón, con conciencia ciudadana. Al terminar la responsabilidad política durante algunas semanas en el año, un político suizo regresa a su puesto de trabajo, lugar en donde gana el sustento para vivir y mantener a la familia. Su rol político no le borra el de ciudadano
Como auténtico demócrata, respeta la ciudadanía, origen del poder democrático, no la victimiza. Como persona, muestra un mejor desarrollo humano, un respetuoso instinto social para servir, no para usufructuar y esquilmar la comunidad. Está más cerca del anonimato de un líder social colombiano y muy distante del estrellato de nuestros exitosos políticos. Rechaza el delirio de importancia, el rol de macho alfa en una comunidad, incultura próxima a la del chimpancé de la era pre-humana. Prefiere diluirse por encimas de ideologías y brillos personales.
Contrario a Maduro y Trump -tan distintos políticamente, tan semejantes humanamente-, el presidente suizo brilla por su cuerdo silencio, no por sus escándalos. De hecho, Suiza carece de presidente, la representa internacionalmente un miembro del Consejo Federal, organismo compuesto por siete ministros -sólo existen siete ministerios- de diferentes colectividades políticas quienes toman decisiones colegiadas. Contrario a dictadores y a demo-dictadores, quienes anhelan perpetuarse en el poder a través de la fuerza bruta, cambian anualmente de representante.
Contrastando la democracia suiza y la nuestra, se visualiza la distancia entre barbarie y civilización, entre los políticos atascados en el homínido y los políticos abriendo camino al homo sapiens. Se descubre el origen de nuestra dolorosa pobreza material y humana, nuestra debacle nacional.
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