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Por. César Gamero De Aguas.
“El corazón es lo último que se desprende de la tierra y la memoria lo último que se desprende del corazón”. Alejandro Dumas.
No es un cambio espontáneo de canal en el que de un tajo se deja ver a Popeye huyendo con Olivia de las malas intenciones de Brutus, o un episodio cómico en el que la Chilindrina llora de manera descontrolada frente a una situación adversa a sus intenciones. Sucedió hace un par de años, en una tarde de frenesís encantados, cuando los pocos árboles de Matarratón que aún quedan en la ciudad batían sus ramas, y estas arrojaban unas flores de aromas purpuras que caían sin control en medio de las risas y los festejos de carnaval. Cuando el desfile más multicolor del carnaval, “La Batalla de flores” apenas iniciaba, en este otro sector de la ciudad, un río humano de colores vivos y alegría, acompañaba el populoso desfile del Rey Momo por la calle 17. Allí el público recibía con sus brazos abiertos a los danzantes, disfraces y carrozas que abrieron esta gran fiesta popular. Un gran río humano lleno de colorido avanzaba conforme las alegrías y el entusiasmo causaban sensación, las emociones se confundían entre una catarsis indescriptible que reinaba en cada uno de los asistentes. Al arribar a la legendaria cancha de fútbol del barrio Simón Bolívar, una multitud se agrupaba formando un pequeño círculo en cuyo centro se hallaba la reconocida “Chilindrina”, una mujer de baja estatura, de imaginación precoz, chaparrita, con una cara de tristeza y desasosiego.
Con su disfraz aún oliente a satín nuevo, musitaba. El afán era generalizado y contagioso, entre palabras sin aliento, y con un timbre de voz débil, logramos entender su ansioso desespero. ¡Habia perdido a Popeye!, quien no solamente era su compañero sentimental, sino el complemento irremplazable y popular de su disfraz.
La eventualidad corrió como el polvo que arrastraba la brisa, y tan rápido como un rayo los agentes del orden se hicieron presente, amigos, conocidos, y gran parte de la logística del carnaval se apersonó del caso. La Chilindrina era para ese entonces, un baile de lágrimas difícil de contener. Era halada de un lado para otro al mejor estilo de un personaje público, y ahí cuando el crepúsculo de la Arenosa era ya un polvorín desenfrenado de maicena y espuma, apareció Popeye, quizás más sorprendido que su amada Chilindrina. En un estado motor y excesivo de alicoramiento dejaba entrever que había perdido la brújula de la razón y por ello había dejado atrás a su amada mujer. Popeye halló aún algo de razonamiento entre tanta gente emocionada, y sacó algo de fuerzas para abrazar a su esposa, y juntos se confundieron en un solo ser, una especie de cíclopes encantados que se reían con placer, dicha y agarrados de manos se perdían entre la gruesa multitud que recién empezaba olvidar aquel suceso de tantos carnavales mágicos.
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