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Por: Gaspar Hernández Caamaño.
“La justicia es la única, entre las virtudes, que parece referirse al bien ajeno, porque afecta a los otros; hace lo que conviene a otro, sea gobernante o compañero. Esta clase de JUSTICIA, entonces, no es una parte de la virtud, SINO LA VIRTUD ENTERA“. Aristóteles. Libro V, Ética Nicomáquea. 1130a.5. Gredos.
Los colombianos no concebimos la justicia como virtud en su dimensión ético-aristotélica de reconocimiento y responsabilidad hacia el otro, sino como un servicio público estatal esencial, como está concebido constitucionalmente, por ser uno de los tres poderes públicos en una sociedad democrática, el judicial, del cual vivimos inconforme permanentemente y seguimos, en grandes tramos de la historia de violencia social, asumiendo “La justicia por nuestra propia mano“, muy a pesar de ser un país de jurisconsultos y literatos.
Ser juez es un anhelo de todo joven que se matrícula en una de las tantas facultades de derecho o ciencias jurídicas o jurisprudencia existentes en las grandes ciudades capitales. En Barranquilla, por ejemplo, funcionan, al parecer, nueve (9) de esos programas de formación universitaria. Recuerdo son: Unitlántico, Unilibre, Uninorte, Unisimon Bolívar, Unicosta, Uniautónoma, Unirafael Núñez, Uniamericana y Unisergio Arboleda. ¿Me habré olvidado de alguna?
Cada facultad, aunque compartan docentes, en su gran mayoría abogados sin vocación ni formación pedagógica, tienen modelos de formación profesional diferentes, acorde con las disciplinas cognitivas de la ciencia o técnica del derecho (vieja e inacabable discusión entre leguleyos). Así que sus egresados no son educados, en su esencial, para ser jueces o magistrados, ya que, para llegar a esos cargos en la rama judicial del poder público, depende del “padrinazgo” con que se cuente, ya sea de parlamentarios, hermanos de logia, de iglesia o culto, y/o compañero de ideología política, hijo de magistrado o sus amigos o vecinos. (Existen leyes de cuotas por militancia y género. No necesariamente por talento: ¡Talento para ser justo sin ser ilegal!). El mérito es subestimado, aunque es un mandato constitucional que, en frecuentes ocasiones, se tiene que ganar a través de acciones de tutelas, porque nos cuenta reconocer el mérito o la capacidad en el otro, sino es de nuestro “combo” de aduladores o militante, grupo, o parroquia.
En Colombia, que yo sepa, sólo existe una escuela para jueces. La “Rodrigo Lara Bonilla” – en honor al inmolado exministro de justicia asesinado por el narcotráfico -. Pero se venden cursos para jueces, promovidos por instituciones privadas de “dudosa procedencia”, dictados por jueces y magistrados muchos de los cuales no son egresados de las cartillas de la “Lara Bonilla”.
Entonces, la profesión de abogado (Advocatus, decían los romanos) es de la que menos tiene desocupados o desempleados, según las estadísticas del Ministerio de Hacienda y del DANE. Un buen abogado se gana “con el sudor de su frente” el pan diario, sin vender su “Alma al diablo“. Ello porque un abogado además de juez o magistrado puede ser, entre otras muchas actividades laborales legales: profesor, asesor legal, parlamentarios con votos comprados (solo los políticos auténticos – zoo politikun – ganan elecciones limpias), gobernantes, defensores públicos, también del I.C.B.F., directores de oficinas públicas y privadas, escritores de libros autoeditados, locutores y presentadores de tv., procuradores, contralores, fiscales, empleado público, etc. En fin. Pero sobre todo litigantes.
Son los litigantes, a mi entender, los actores más valiosos del ejercicio de la abogacía y del derecho. Y ello, porque creo que sin litigantes valientes no habría juris-prudencia. Jurisprudencia que es la enseñanza diaria que las altas cortes de la rama judicial entregan para la convivencia cotidiana. Sin la jurisprudencia el derecho sería cuestión de letra muerta en códigos redactados por legisladores no sabios y jueces de pueblos de provincia lejana.
En ese orden, ¿Qué está ocurriendo con nuestra justicia digital? La anterior discreción resultó indicada para aterrizar en la respuesta a tal interrogante sobre la digitalización de la justicia. Inténtemos nuestra reflexión desde la luz de aurora de mi ventana fluvial.
El pasado mes de febrero, el diario El Heraldo publicó un informe periodístico titulado: “Los desafíos de la justicia en Colombia ante la virtualidad“, donde se reseñan declaraciones de funcionarios del Consejo Superior de la Judicatura, Seccional Atlántico, de la Corporación Excelencia en la Justicia, sindicalistas de la rama judicial y de varios abogados litigantes.
En resumen, se informa que desde 1996, al expedirse la Ley Estatutaria de la Administración de Justicia se ordenaba incorporar la tecnología en comunicaciones a la misma. Pero con el advenimiento imprevisto de la pandemia que padecemos, globalmente, los juzgados de Barranquilla no estaban ajustados a la virtualidad. Y que jueces y empleados judiciales, por protección al contagio mortal de la peste (varios han fallecidos), laboran desde sus hogares usando equipos e internet familiar. O sea, la pandemia nos tomó, como siempre, con las manos a bajos. Y la tecnología en la justicia se quedó en el papel de la Ley.
Como en el célebre verso del gran poeta Julio Flores, “todo nos llega tarde… hasta la muerte”, los colegas litigantes tienen razón en sus quejas, por ejemplo: que los expedientes digitalizados no han sido elaborados, impidiéndose así mayor celeridad en los procesos, en las notificaciones de las decisiones y por ende, la dilataciones de las demandadas soluciones judiciales a cuanto conflicto diario que exige justicia.
Pero creo, y espero estar equivocado, que los problemas o dificultades que la peste respiratoria del covid-19 ha traído, de improviso, a nuestra administración de justicia, es un asunto cultural. Educativo. Me explico: Todavía el sistema judicial no se había amoldado a los procesos orales cuando irrumpe lo digital.
Tanto la oralidad como la virtualidad cultural son expresiones de la cultura humana, así como lo es la mímica o la escritura. Y como expresiones culturales deben aprenderse, educarse. No por humanos sabemos Hablar, Escribir, Leer o Escuchar o Dialogar. Y menos morir de amor. Matamos por “amor”, dicen los criminólogos que legislaron sobre “Los feminicidios“, que no son simples homicidios.
Entonces, cuando apenas estábamos aprendiendo a administrar justicia, mediante La oralidad, luego de la reforma constitucional del 2002 que introdujo lo oral con el sistema penal acusatorio – una auténtica revolución cultural -, la pandemia nos trae, inevitablemente, lo digital que, para muchos, como yo cavernícola, era ajeno a su formación educativa. Yo aprendí a escribir y a leer tirado en el piso o en un pupitre de madera, elaborado por mi padre, en libros de papel (los cuales amo). Y en la universidad nunca asistí a una clase por power point, ni en video bend o zoom o video-llamada. Para aquellos tiempos, no tan veloces, todo era más lento hasta los besos hoy inexistentes, con tanto tapabocas.
No existía ni internet ni los celulares ni los micros-computadores. Aprendí a redactar en una “Olivetti” que me regaló Ma. Caamaño, mi madre. Hoy, mis hijos me dieron de cumpleaños una tablet, para que la usara en mis audiencias virtuales, por edad y salud no puedo arriesgarme a ir al contaminado y contaminante “Palacio de justicia“, nuestro querido y reconstruido centro cívico, pero aún la tablet la tengo sin estrenar, pues estoy amañado a mi celular Samsung galaxy, que es arma de combate con los códigos de papel impreso. Soy, entonces, de la cultura escritural. Aunque como docente, que fui, aprendí a hablar. A tirar “carreta” en la catedra presencial. No es lo mismo hablar de pie ante un auditorio sentado y ordenado, que parlar ante un micrófono en una sala sin ventanas (así son las salas de audiencias del Centro Cívico y Telecom: sin sanitarios cerca, para los usuarios prostáticos como yo) o ante una pantalla insensible a una sonrisa o a un grito de orador enardecido.
En ese orden de ideas, como les encanta decir a jueces y profesores virtuales y caseros, nuestra pandémica justicia digitalizada, apresuradamente y por física necesidad de sobrevivencia de un servicio público esencial, está administrada, entre otras cosas y situaciones: por viejos jueces formados en lo escritural y en la catedra magistral – puro siglo XVIII -(ellos creen que su boca es la ley) y/o por jóvenes jueces (así se sienten porque usan toga) educados con códigos electrónicos y expertos en la técnica del “corte y pega“. Para mí, muy pocos de estos nuevos jueces que deciden virtualmente desde sus hogares (la otra mañana se oía el grito de una niña diciendo ¡Mamá!, mientras la madre providenciaba, y despistante decía” ¡callen a esa niña, por favor!), se han leído los códigos comentados, o a Don Quijote o al Mercader de Venecia ni La Apología de Platón. Son expertos en recitar jurisprudencias que escribieron otros sabios, pero no se atreven a dar su propia interpretación sobre el imperio de la ley en un estado social de derecho, garantizador de los derechos humanos fundamentales mediante la socorrida y efectiva acción de tutela.
En Barranquilla hace un año, cuando la Judicatura ordenó suspensión de los términos procesales, y la justicia se volvió remota, domiciliaria, los abogados litigantes, agrupados en varios “colegios” de papel sellado, salieron a protestar y marcharon enarbolando pancartas a favor de la presencialidad, nostalgia de las escaleras acaracoladas del Centro Cívico, ese edificio desde donde nadie ya se lanza. La muerte está en la calle” ¡Quédate en casa!”, es la consigna desde hace un año. Estuve a punto de ir a marchar, pues recordé que me hice “abogado” visitando las ventanillas de la Juzgados. “A la orden doctor!, ¡me decían!”. Pero me acorde de mi asma infantil y abandoné el espíritu de colegaje y quedé rumiando soledades de pensionado en el balcón, sentado en una silla de mimbre que me regaló mi mamá.
Pero la protesta de litigantes se acabó cuando es evidencia irrefutable que en los Juzgados de nuestro “Palacio de Justicia” no se podían implementar, de urgencias, las medidas de bioseguridad. Y se conocieron de las primeras muertes hospitalarias de jueces y técnicos judiciales. Y todos preferimos la pantalla que ir a exponer la respiración y la vida en una ventanilla judicial.
La digitalización llegó para quedarse, sentenciaron los sabios del Altiplano cundi-boyacense. Y tienen razón. ¿Cómo litigar con tapaboca? Pero, acaso así, con la boca tapada, ¿no hemos idealizado la imagen de la diosa Temis? Escultural y hermosa con su espada. Y la balanza sostenida. La justicia, querámoslo o no, es cuestión de dioses, perdón, también de diosas. Juezas por lenguaje inclusivo. ¿Divinidades terrenales?
Creo que la digitalización judicial, poco a poco, se va a imponer. Ya los nuevos abogados se forman, forzosamente, en la virtualidad. Y ante el inevitable avance tecnológico, la majestad del juez se hace más cercana, vemos sus rostros ingresar a nuestra casa – muy pocos jueces y/o juezas sonríen. O más remota. Lejana. ¿Sensible o insensible? ¿Imparcial?
Pero frente a lo digital, la administración de justicia requiere más sabiduría. O sea, necesitamos más jueces prudentes. Virtuosos. Que entiendan que en sus decisiones están en juego muchas vidas humanas. y esa es una responsabilidad de dioses. Eso lo aprendí leyendo a Carnelutti, un procesalista italiano que vivió la guerra.
Lo legal no riñe con lo justo. Y de ahí, mi recomendación de profesor jubilado y litigante desde mi ventana, que lean y estudien la teoría de la justicia de Aristóteles, tan vigente como ayer: “La justicia es la virtud entera“. Y la virtud no está en la toga, sino en el hombre o mujer que imparte justicia, por mandato de la Ley.
Hagamos del hogar un juzgado de lo equitativo. A cada quien lo suyo. Y del derecho una disciplina no para avivar el conflicto. Todo lo contrario: para solucionarlo. Jueces y litigantes sabios es lo que exige lo digital en la justicia.
Menos pleitos. Y más abrazos. ¡He dicho!.
Próxima: las enseñanzas a un año de la pandemia en barranquilla.
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