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Por: GASPAR HERNÁNDEZ CAAMAÑO.

BARRANQUILLA, “AROMA DE MUERTE”, COMO EN LA PELÍCULA DE

FI ORI L L O.

Yo vivo de mis recuerdos. Del recuerdo de mis muertos. Afortunadamente pocos. Mi madre. Mi padre. Mi abuela Ma. Isabel. También de otros seres queridos, como mis suegros y un gran amigo que falleció en el extranjero. A todos, mis cercanos difuntos, los he acompañado al campo santo, pero nunca he visitado sus tumbas. De ellos, esos seres entrañables para mí, guardo recuerdos literarios. Es decir, puedo y soy capaz de hablar con ellos y de ellos como si estuvieran vivos, pues, habitan en mi mente sus sonrisas y sus silencios. Sus gritos, los de Ma. Caamaño. El olor único y exclusivo de sus caldos y dulces de semana santa. Y el inolvidable color y sabor del arroz blanco y carne asada de un domingo de futbol en el patio. A todos los llevo conmigo. Afortunadamente, repito, son unos, que puedo acordarme de los detalles de sus vidas conmigo. De su apoyo y complicidad. Fueron y siguen siendo mis padres y mis amigos. Siempre han estado guiándome. Protegiéndome. Confiando en mí. En mi libertad de ser quien soy: el hijo mayor, el nieto querido, el yerno, el amigo. Aquella persona de sus ojos en quien creerle. Salvándome del pecado, de la envidia. Porque ellos, mis muertos, nunca me negaron un plato de comida humeante de ricura barranquillera. Y tampoco me escondieron su risa. Me regalaron, no solo esta vida poética que vivo, sino zapatos para pisar y caminar aterrizado y libros para viajar por las pieles del mundo. Que no son otras que las pieles y olores de los libros leídos o imaginados. Soy una hechura de esos seres idos. Sepultados en mi memoria de abuelo.  Amante de sus recuerdos y de los libros que, por pura bondad, me enseñaron y permitieron amar como se ama la generosidad y tibieza de una mujer decente. Soy su costura con hilos invisibles. Puedo decir, a boca llena, que viven en mis entrañas. A cada instante posible los evoco por eso son, para mí, pura ficción. Literatura. Lloro cuando escribo de ellos. Y soy un hombre de pocas lágrimas. Y son escasas las complicidades que conocen de las miradas que han visto lágrimas de placer, pasión y alegrías en mí. Como ven, y perdónenme, de esos muertos, mis difuntos, puedo hablar, escribir. Son la arquitectura de mi vida. Sin sus vidas nobles y luchadoras no fuera vida, la vida mía. No tendría el encanto o esa loca brisa, pero sin prisa, de vivir lentamente como la vivo con canas y sin besos. Aislado y solo alimentado de las páginas aladas de sus voces y de sus mágicas y eterna presencia.  Pero de esos muertos – los míos -, no es que quiero hablar con ustedes, mis amables lectores invisibles del Portal telatiroplena.com (celebramos un año el pasado 26 de Abril). No. Como ya dije, esos muertos son también mi vida. Son de estos muertos de cada día. De los que registran las noticias y todas las voces del vecindario y las redes sociales: Los difuntos de la pandemia.

Vivimos tantas muertes cada día que ya la muerte no es noticia. Es solo un registro estadístico. Los periodistas y los gobernantes nos las cuentan para que no nos olvidemos, que ellos, los gobernantes existen. Que están vivos. Y buscando vacunas para inmunizar un rebaño de desagradecidos con la vida solidaria. La peste nos está haciendo “insensible” a la muerte. Son muertes en hospitales insuficientes. Todo nos queda pequeño. Muy poco, El Estado colombiano y en Barranquilla es notorio se ha preocupado por la salud pública. No tenemos grandes hospitales públicos ni clínicas con inversión privada (la porto azul dejó de ser de élite y solo tiene 9 unidades de cuidados intensivos). Este virus mata, pero más a población sin oportunidad de hospitalización temprana y adecuada. Estamos construyendo una otra mega cárcel en el sur del atlántico y proyectando una zona mega deportiva y de espectáculos en barranquilla, pero ningún concejal o diputado aboga por una zona hospitalaria.  

Como dije, ya la muerte no es noticia. Y recuerdo cuando fui contratado, como cronista, para que contara las muertes violentas, criminales, a pura sangre, que acontecían en la Barranquilla de los años 80s del siglo pasado. La llamada crónica roja. Y eran las noticias que vendían el periódico de ayer. Eran las crónicas de una muerte anunciada, como la relatada por García Márquez. Para entonces, en Barranquilla y sus alrededores, los lectores de El Heraldo, Diario del Caribe y La Libertad (ya El Nacional, vespertino, estaba en U.C.I.), corrían a comprarlos al voceador (otro oficio difunto), para leer la mejor crónica roja de esta ciudad de esquinas parlantes. Hoy, las muertes se relatan en twitter y no tienen el encanto literario que inauguró Truman Capote en “a sangre fría“. Otro género literario. Reportaje y Novela. Realidad y ficción. Aunque Gabo siempre dijo que la mejor crónica policiva, para él, era Edipo rey de Sófocles. El hijo mata al padre, luego se casa con la madre, la reina viuda, es padre de sus hermanos y al verse en el espejo de su vida, se saca los ojos y muere lamentando a gritos su vida destinada a la desgracia. Sigmund Freud aprendió de esa historia griega.

Encerrado. Aislado de mis nietos y del saludo filial, fraterno. Existiendo con libros, la ventana y el balcón, escuchando la radio que informa sin desmayo de muertes, sin entierros de dolientes, es muy difícil contar cómo y cuándo se produjeron esas muertes que nos agobian por el coronavirus. Son millones en el mundo. Y en nuestra ciudad, la de la danza del garabato, donde siempre la vida jacarandosa le gana a la muerte persistente, son muchísimas las registradas a un largo e incierto año de declarada la pandemia. En abril reciente también murió un caporal del garabato. Estas muertes se pasaron “de madre“, no respetan “pinta” y cada día son más agresivas. 

Seguro, muy seguro, aparece un cronista que cuente de estas muertes. Alguien como Jaime Manrique Ardila que, en su novela el cadáver de papá, nos contó cómo eran, en sus “buenos tiempos”, los jardines del recuerdo. O como Heriberto Fiorillo en su cuento “Aroma de muerte”, después convertido en película, al que ambienta en los alrededores del cementerio calancalá. Como ven he sustraído de mis recuerdos literarios ese título de ficción: aroma de muerte. Ya definitivamente en Barranquilla, “en diciembre no llegan las brisas“. Sino las cenizas.

Es que estas muertes ocasionadas y asfixiantes del covid-19 no tienen “madre“.

Aclaro. En este mes de mayo, días de 30 lunas, en que celebramos el día de las madres, está prohibido ir a llevarle flores de plástico y de colores encendido a los muertos queridos. Por eso, presumo con el respeto debido, que a los muertos sin-número del coronavirus ninguna madre le podrá llevar flores a la tumba ni llorará sobre el féretro. “el cajón“, decían en El Santuario. Son estos tiempos de otros protocolos funerarios: el de los hornos crematorios y duelos silenciosos. Nada de tintos calientes con sabor a canela y limonaria o los llantos fingidos de una plañidera orando a gritos al costado del cadáver de un difunto que nunca vio en su vida. 

Son los ritos de las lágrimas silenciosas. Esas que se ahogan mucho antes de explotar, trémulas, en las pestañas despiertas. Muertos sin duelos. Y lo más grave: todos le tememos a esa clase de muerte. Anónima. Sin los entierros de “mi pobre gente, pobre”. 

Más de uno de los amigos-clientes legales, de Ley no de “maracachafa”, me consulta cómo hacen para redactar el testamento, a fin que sus herederos no tengan las complicaciones de la nueva justicia digital. Y me preguntan: ” Que pasaría, abogado querido, si tú y yo nos morimos de COVID.!”. Me persigno, como invocando a mi madre. Tomo aire. Brisa. Y respondo: “yo estoy vacunado, en segunda dosis, con la alemana, – que pará-muertos, esa marca es la gran resucitadora de difuntos -. Uso el tapaboca bien puesto. Circulo en solitario. Cumplo las restricciones ordenadas con el señor alcalde “puma- rejo”(nuestro puma no da rejo, solo vitrina), me lavo las manos con agua y jabón, estoy perdiendo las huellas dactilares por tanto alcohol, me alimento con dieta mediterránea (incluido bocachico frito guisado), camino bajo las sombras de los verdes y altos árboles de los parques e ingiero religiosamente los medicamentos ordenados, mientras viva, por los médicos de confianza. Tengo la rutina de la anormalidad: soy solidario conmigo y los demás. Tolero hasta el cansancio. No escucho radio bocinclera, solo aquella donde suenan los compases de jazz y las melodías de alejo ” apá” Durán. Y de vez en cuando, calladamente, me cuelo un whiskey de mayoría de edad de 18 años y más. Bebo un cafecito árabe y hago siesta. Con todo ese rito y viviendo en familia, le dijo: ¡ ya no temo contagiarme!. Pero le entrego una fotocopia del Testamento de Aristóteles, “¡por si las moscas!”.

Por otra parte, asisto casi a diario, a las 2 p.m. (hora laboral) a una ceremonia religiosa virtual convocada, para invocar el alma de los fallecidos, víctimas de la enfermedad del covid, estando al servicio de la Administración de Justicia, el poder judicial, en Barranquilla.  Pecar y rezar, empata. Todos queremos vivir alejado de la muerte declarada pandemia.

Desde que me vacunó la Pfizer he ido perdiendo el miedo de morir asfixiado en una U.C.I – conozco su “AROMA DE MUERTE“: de gemidos solitarios y lamentos ahogados de moribundos (hospitalizado en una UCI azul escribí, a mano, una declaración de amor a la vida) -. Y duermo, como, bebo y per-vivo, como en el verso de mí primo, el poeta muerto en una cárcel, Miguel Hernández. Estoy seguro, ahora vacunado, en segunda dosis que viviré los años de mi abuela Ma. Isabel: ella murió el día de la fiesta de la virgen del Carmen, 26 de Julio, fecha en el que había nacido un siglo atrás. Muerte para un canto a su vida de temple familiar: viuda crio a 8 hijos, 7 mujeres y 1 varón, sin tener otro marido distinto al abuelo Caamaño difunto a los 40 años cuando fue víctima de un fulminante infarto cardíaco, mientras cortaba madera en un monte de Chinú (Córdoba).  Fue el abuelo maestro carpintero, A la abuela le trajeron el cadáver. Y sin lágrimas y de luto infinito siguió viviendo y cocinando hasta morir, luego de celebrar su cumpleaños 100 en la rueda de una cumbiamba que le dio uno de sus nietos músicos. 

Como es fácil colegir, los míos son muertos de literatura. Los del covid, son personajes para una nueva versión del cuento-libreto de la película del Fiori: “aroma de muerte”.

Y es que la muerte nutre, no solo el periodismo de la incertidumbre diaria, sino el arte. La literatura, en su historia, desde Homero, está llena “de muertos“, como nuestra historia. Cuando redacto me deleito con unas páginas que me cuentan del veneno de los libros. O sea, que han existido libros inspiradores de muertes de novela. Uno de ellos es Fedón, el diálogo de Platón donde se relata el ” suicidio” del viejo, cansado y condenado Sócrates. A él no lo mató la “justicia” democrática, sino, para mí, decidió beber la cicuta (a un exministro de Estado en Barranquilla le apodan “Cicutá“, por ser padre de un senador “mochilero” hablador), a su voluntad antes de que sus amigos le propusieran “200 barras”, como hizo un “mochilero-senador”, al carcelero y huir, como cualquiera “mochilera-senadora”, a Alejandría en una nave que lo esperaba en el puerto de la Atenas de aquellas madrugadas. como han cambiado los tiempos. Pero en la Atenas de Suramérica muchos senadores duermen en La picota.

Ahora son los tiempos de la hipocresía, a la que Rubén Blades le escribió y cantó, en salsa y control, e invoco el recuerdo del “Maloté” del trombón, Willie Colón en estos versos de la más pura y dolorosa realidad:

“No hay unión familiar,

Ni justicia social

Ni solidaridad con el vecino.

De ahí es que surge el mal,

Y el abuso oficial

Termina por cerrarnos el camino.

Y todo el mundo insiste que no entiende

Porque los sueños de hoy se vuelven mierda.

Y hablamos del pasado en el presente

Dejando que el futuro se nos pierda,

Viviendo entre la hipocresía”.

Próxima. La maternidad: creadora del amor humano.

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