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Por: Jenniffer Rueda Martínez
Esta semana viví una experiencia que quiero compartirles, la cual me llevo a realizar este análisis. Me encontraba con mi hija de 9 años en una EPS para colocarle el refuerzo de la vacuna contra el Sarampión y la Rubeola, ya que, aunque ella tiene todo su esquema completo, la solicitan porque estamos frente a un nuevo brote de estas dos enfermedades. Evidentemente la sala de espera estaba llena de niños acompañados por sus cuidadores, es normal que se escuchen niños llorando al colocarles una inyección, como también es normal que existan niños que no lloren, y vaya sorpresa que me lleve que en esta “postmodernidad” que vivimos, donde parece que lo único que evoluciona es la tecnología y las maquinas porque los humanos nos quedamos estancados en la época de los dinosaurios, todavía hay padres y madres que les dicen a sus hijos, sobre todo si son de género masculino “no llores, tienes que ser fuerte y valiente, los niños no lloran”, cuanta tristeza y decepción me causa este tipo de acciones por parte de los adultos (sin contarles todas las irresponsabilidades que pude observar relacionadas con el incumplimiento de los protocolos básicos de seguridad contra el virus Covid-19 y que justifican el aumento de infectados y fallecidos, ahí uno entiende todo).
Ahora recuerdo también que en una de las experiencias laborales que he tenido, había un jefe de esos de personalidad insegura y baja autoestima que cree que la única forma de mostrar autoridad es por medio del maltrato verbal a sus subordinados. Es bien sabido que el talento humano debe poseer competencias de acuerdo al cargo que desempeña, sin embargo en este lugar de trabajo una característica particular era que demostrabas que si eras apto, si lograbas aguantar todos los gritos, humillaciones, faltas de respeto y malos tratos de los directivos, sin tener ninguna reacción y por supuesto que no se te ocurriera llorar porque significaba que no estabas al nivel para ese puesto de trabajo, solo escuchabas los comentarios de pasillo “imagínate que fulana de tal lloro, entonces quiere decir no sirve para esto”. ¿Pueden creer que estas cosas pasen?
Desde pequeños nos enseñaron y aprendimos muy bien acerca que realizar la acción de llorar era sinónimo de debilidad, fragilidad y algo de lo que debíamos avergonzarnos y hacer a escondidas, hasta el punto que si tenías ganas de hacerlo tenías que morderte los labios y ahogarte con ese nudo que se forma entre el pecho y la garganta y si no podías aguantar pues ya corrías el riesgo de exponerte a las miradas y hasta burlas de los demás, sobre todo en el caso de los hombres a quienes injustamente se les tiene prohibido llorar porque si lo hacen dejan de ser “machos” para convertirse en “niñas” (frase machista retrograda).
Resulta que hay que partir desde la convicción que el cuerpo del ser humano es una maquina diseñada perfectamente para que estén presentes todos los procesos que hasta ahora conocemos, están ahí y deben ocurrir porque son necesarios. Si estudiamos más a fondo podemos descubrir que llorar cumple una funcionalidad tanto física como emocional, que es totalmente saludable y beneficiosa, mira algunas de las cosas que pasan: Se liberan prolactina y leucina encefalina, un analgésico natural. De ahí que cuando lloremos nos sintamos inmediatamente mucho más tranquilos: las lágrimas reducen el estrés y calman el dolor.
Yo interpreto el llorar como especie de un lavado interno que hacemos, donde está ocurriendo una limpieza desde adentro y a través de los ojos ocurre el desagüe, como en las lavadoras que inicialmente ocurre todo un remolino donde todo se mueve y se sacude, pero finalmente fluye el agua limpia y pura, libre de toda la suciedad que se cargaba hasta ese momento.
Dime si no has experimentado ese alivio, esa paz, esa tranquilidad después de llorar por mucho tiempo, con dolor y profundidad, de manera sentida; pero también has vivido la presión y el malestar cuando te has contenido y tal vez esa fuerza la liberas de una forma equivocada, con violencia y agresividad contra ti o contra otros.
Y ahí tenemos el resultado de tantas personas que crecieron bajo estas creencias y se convirtieron en cubos de hielo y piedras cubiertas por fuertes armaduras, incapaces de expresar amor y afecto a los demás y como nunca sanan sus traumas, se la pasan desangrando sus heridas sobre todas las personas que pasan por sus vidas.
Ya es hora que nos demos permiso a cambiar, partiendo desde romper con viejas y atrasadas costumbres, soportados en paradigmas familiares, sociales y culturales, que no nos permiten avanzar, hay que renovar los pensamientos, hay que atreverse a realizar nuevas prácticas, soportadas en innovadores argumentos, las personas tienen tanto para aportar, algo de lo que se habla tanto hoy en día como es la empatía no es posible que ocurra si no se deja salir a flote la sensibilidad.
Para terminarles la historia con la que inicie, mi hija estaba escuchando y observando todo lo que pasaba, cuando le toco su turno estaba un poco expectante, pues hace varios años no se enfrentaba a esta experiencia, sin embargo no lloro, al salir iba muy feliz y orgullosa me dijo “si viste mami, soy una niña fuerte y valiente porque no llore”, ante lo cual yo respondí “sí, claro que eres la niña más fuerte y valiente que existe en mi universo, pero si hubieses llorado también lo serias, porque expresar las emociones y mostrar sensibilidad y hasta nuestra vulnerabilidad en nada altera nuestra valentía y fortaleza”.
Entre las muchas cosas que están pendientes por normalizar en el amplio, complejo y maravilloso mundo de la psicología, se encuentra la gestión de las emociones y expresarlas de manera natural, aunque esto te implique llorar cuando así lo requieras y por supuesto sin importar de que genero seas.
Nota: El contenido de este artículo, es libre, espontáneo y de completa responsabilidad del Autor, Psicóloga, Jenniffer Rueda Martínez