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Por: Jorge Guebely

Las palabras como todos los seres vivos- nacen, crecen, se reproducen y mueren. Se convierten en seres distintos con los años, en vocablos inesperados.

Basta el verbo “Embarcarse” para constatar los avatares lingüísticos de una palabra. Nació con el advenimiento de los barcos durante la primera revolución industrial. Nombraba la acción de acceder a un barco para ser transportado

Creció durante los siglos XIX y XX, y se multiplicó. Sobrevivió al advenimiento del “carro” durante la segunda revolución industrial. Nadie inventó el verbo “encarrarse”. Triunfó la expresión “embarcarse en un carro, en un bus”. Aún hoy, las personas se embarcan en un avión y los aeropuertos tienen zonas de embarque.

Desconcertantes los avatares de la palabra “política”. Nació en la Grecia clásica. Nombraba la ley natural del ser humano de vivir en sociedad, de formar polis. Diferente a la araña que prefiere la oscuridad y la soledad de las cuevas. “El hombre es un animal político” afirmaba Aristóteles. Un “Zóon politikón por naturaleza.

Se multiplicó y transformó en el Renacimiento. Cambió su semántica. Significó el conjunto de estrategias para gobernar la polis o Ciudad-Estado. El arte de gobernar según Maquiavelo en “El Príncipe”. La astucia de conquistar el poder, conservarlo y saberlo utilizar políticamente. Obra inspirada en César Borgia quien tuvo un familiar español de visita en Neiva.

Y volvió a transformarse con la oficialización del pensamiento liberal. Momento en que la política devino profesión y el político, angente de las elites económicas. Hacer política consistía en formar partidos, ganar elecciones para promover intereses propios y los de los financiadores.

Hoy, cuando el sistema liberal-conservador-capitalista se arruina en la descomposición, el vocablo se desplaza subrepticiamente al mismo sentido. Se oyen gritos: “No politicen la justicia, la corrompen”; “No politicen la universidad, la pudren”; “No politicen el sindicato, lo desvirtúan”.

Política y podredumbre se acercan a la sinonimia. Envilece las instituciones que contagia, las desnaturaliza. Pervierte los miembros nombrados políticamente, los prostituye; les negocia su consciencia por un cargo, un voto, un fraude. Corrompe al ser humano, lo somete a la dialéctica de la triquiñuela, jamás desarrolla su dignidad humana

Y si no se detiene la putrefacción política, en el futuro, la palabra será sinónimo de delincuente. Un delincuente distinto al corriente, un defraudador del Estado, un manipulador locuaz.

Desde ya, muchos delincuentes políticos deambulan en los corredores del Estado: presidentes o expresidentes, embajadores o ministros… Cargan el estigma delincuencial. Abundan, especialmente, en las colectividades tradicionales, entre la gente de bien y los arribistas de abajo.

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