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Por: Jaime Álvarez Llanos
Este 13 de marzo los ciudadanos colombianos habilitados para votar deberán decidir sobre la conformación del Congreso de la república para el período constitucional 2022-2026. Formalmente el carácter democrático de nuestro sistema político permite que la ciudadanía ejerza, de manera consciente, espontánea y libre, su derecho a seleccionar a los 172 representantes a la cámara y 107 senadores de la nación.
Pero lo democrático de este ejercicio es eminentemente formal, si se tienen en cuenta varias realidades innegables que transgreden la autenticidad del sufragio. La primera gran realidad histórica y reciente que pone en duda el carácter auténtico de la democracia colombiana, es el recurrente abstencionismo que ha predominado en un índice promedio del 50%.
En los últimos 30 años (precisamente el tiempo que lleva de vigencia la Constitución Política de 1991), en comicios para elegir congreso, en promedio, la mitad de los votantes habilitados no sufraga. Es decir que sólo la otra mitad decide quiénes van a legislar para todos los ciudadanos y todo el país.
Este fenómeno también predominó siempre antes de esos treinta años, por todo el siglo XX en vigencia de la constitución anterior. A los mismos legisladores elegidos con ese bajo índice de participación, no les ha interesado estudiar, ni cambiar las condiciones que pueden estar incidiendo en esa ausencia de votantes en cada proceso electoral.
Diversos estudios señalan entre los factores del abstencionismo se destaca el escepticismo y desconfianza que genera en la ciudadanía el sistema electoral. Argumentan que muchos de los que abstienen de votar desconfían del sistema electoral porque saben que es absolutamente permeable al clientelismo y a todo tipo de corrupción política y electoral; y tienen una imagen negativa de los políticos.
Pero, esos mismos estudios reconocen que en la abstención también incide la ausencia de un sistema de voto electrónico o empadronamiento de votantes que facilite el acceso fácil de los electores a los sitios de votación. La mayoría de la clase política no contempla reformar esa situación, porque en la práctica se beneficia de esas condiciones, en la medida en que sujeta al votante, a través de la dependencia que le genera poder transportarlo como borrego hasta las urnas.
De igual forma, no le preocupa la abstención, porque, mientras menos electores participen, menos posibilidades tiene el voto de opinión de expresarse contra la continuidad de los mismos grupos en los escaños del parlamento. Además del abstencionismo recurrente, otro fenómeno que socava la democracia, es el clientelismo electoral, como un derivado dramático del clientelismo político.
En esencia el clientelismo es una relación de intercambio de favores entre quien ejerce el poder y quien puede beneficiarse directa o indirectamente de ese ejercicio. En el plano electoral, consiste en asegurar el apoyo de los votantes, a través del otorgamiento de dádivas de diversa índole, proporcionadas desde el uso y abuso del poder.
En Colombia esa es una práctica inveterada que deviene de la construcción misma de nuestra nacionalidad. Hoy está estructurada y enquistada, tanto en el funcionamiento real del sistema electoral, como en la actitud mental colectiva de la mayoría de los ciudadanos, como un componente sustancial de la cultura política antidemocrática predominante.
El sostén central de esta práctica es la frondosa burocracia de los entes territoriales y de todas las oficinas públicas en todos los niveles. La ausencia de una carrera administrativa consistente; y la inexistencia de un sistema de ingreso, permanencia y evaluación de toda la planta de personal en todos los cargos públicos, facilita que la vinculación a la burocracia del Estado sea discrecional del presidente, de ministros, gobernadores, alcaldes, secretarios de despacho, directores y gerentes de instituciones descentralizadas, y hasta de rectores de universidades públicas.
Esta discrecionalidad faculta a quienes ocupan cargos de poder para poner a sus empleados al servicio de la red clientelar de los legisladores, que los apoyaron o incidieron en su designación o nombramiento en el alto cargo. Con la implementación, cada vez más amplia y frecuente, de las llamadas OPS (Ordenes de Prestación de Servicios), el sistema clientelista se ha perfeccionado. Hoy, en el país, más del 80% en promedio de los servidores públicos vinculados a los entes ya mencionados, lo están a través de esa modalidad de contratación.
El contrato por OPS, por ser ocasional, pero a la vez relativamente bien pagado y en ocasiones poco exigente, por su carácter discrecional, está instituido para que el contratista no pueda negarse a compensar el beneficio laboral recibido, con la entrega de una lista de sus amigos y familiares, como presuntos votantes por el partido y candidato que ordene el jefe de la oficina, que a su vez responde a lo que haya orientado el gerente, director, secretario, alcalde, gobernador, concejal o diputado, al cual el contratista le debe su empleo.
A partir de esos listados funciona una logística, bien respaldada en recursos económicos y humanos, que garantiza que los votos se depositen por los políticos beneficiados en los acuerdos del intercambio de favores. La mecánica de inscripción zonificada y transporte de votantes, facilita el proceso de sujeción del voto.
Eso lo alimenta también el predominio de una cultura política antidemocrática de ausencia de ciudadanía consciente y de falta de costumbre de voto de opinión. A su vez se aprovecha de la voluntad de unos ciudadanos, que, por no creer en la democracia auténtica, prefieren hacerle el favor al familiar, al vecino, al amigo, “regalándole” el voto para que conserve su trabajo. La legislación electoral que establece un sistema de financiación de campañas, proclive a la inversión de grandes sumas en el funcionamiento de ese sistema clientelar de sujeción del votante, facilita el funcionamiento de esa perfecta y perversa red de transgresión de la democracia.
Todo esto explica por qué muchos legisladores, sin ser muy conocidos como tales, sin ningún brillo particular, sin gestión política y legislativa alguna, que los haga tener adeptos de opinión, se elijan y reelijan con altas votaciones, que, en el caso del Senado, se concentran mayoritariamente en un solo departamento, a pesar que esa corporación es de circunscripción nacional.
No necesitan votos en todo el país, porque en su localidad, el alcalde, gobernador, secretario, gerente o rector amigo, lo “pone” los votos más que suficientes. A esta capacidad de sujeción del voto, la prensa le llama eufemísticamente “maquinaria” como la forma de normalización hipócrita del clientelismo electoral, como base del funcionamiento del sistema político. Es decir, que es un secreto a voces, el predominio de esta “Seudo-democracia”.
La ciudadanía en su mayoría, lo sabe, lo acepta, lo tolera, lo permite o mira hacia otro lado, cuando no, simplemente se abstiene de participar. Lo grave y dramático, es que esa dinámica, que funciona como un crimen perfecto, es la que explica que el congreso sea dominado por una mayoría de partidos surgidos de la tradición clientelista, que siempre reelegida, impone las decisiones impopulares de los gobiernos de turno y no deja avanzar las reformas progresistas que necesita el país.
En otras latitudes, el solo hecho de hacer listas de presuntos votantes con sus números de cédula, es un delito electoral porque coacciona el ejercicio libre del voto de opinión, como siempre debe ser el voto. En nuestro medio eso es normal.
Este panorama se ve agravado por la otra práctica, aún más grave, que es la compra y venta del voto, cuyo intríngulis requiere de otro artículo, pero que también ha sido determinante en los resultados electorales de las últimas décadas. Para combatir esa cultura se requieren, por lo menos 6 reformas estructurales radicales: Al código electoral (incluyendo voto obligatorio, electrónico y cambio en la financiación de campañas), al sistema de contratación estatal, al sistema de vinculación de servidores públicos, al reglamento del congreso, al sistema de partidos y a la educación para ponerla más al servicio de la formación de una ciudadanía consciente, reflexiva, crítica, activa y participativa. Por eso, las elecciones de este domingo 13 de marzo nos tienen expectantes, por la encrucijada del alma que genera: por un lado, la ilusión de que el voto de opinión funcione para elegir buenos, nuevos y mejores congresistas; y por el otro el realismo pesimista que nos hace temer que nuevamente se impondrá la “maquinaria clientelista” para elegir una mayoría de malos, viejos y peores legisladores.
Nota: El contenido de este artículo, es libre, espontáneo y de completa responsabilidad del Autor. Jaime Álvarez Llanos