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Por: Antonio Cueto Aguas
Segunda parte.
En esta parte de su obra José Ingeniero se refiere a ese ímpetu de la juventud soñadora e irreflexiva y la aplomada y madura actitud de la persona mayor, analítica y muy objetiva en su caminar hacia el éxito, la juventud en su convencimiento de que su fuerza es invencible y que es a ella, a esa juventud a quien le corresponde vencer obstáculos y encaminarse a ese sueño perseguido, esa juventud, que con la misma fuerza con que se desplaza su torrente sanguíneo por el entramado sistema intravenoso, ella piensa y actúa con la incuestionable fortaleza de esa indiscutible fuerza mental incontrolable, fuerza que a no dudarlo, existe y la impulsa a lanzarse a la obtención de aquel objetivo perseguido, finalidad que muchas veces fracasa por la imprudencia de esa impetuosa juventud, e ahí, donde se precisa de la experiencia, que asociada a esa juventud los objetivos perseguidos no se pueden escapar.
Pero también, preciso es tener en cuenta que no necesariamente la juventud es la madre de los ideales, en la sociedad encontramos dos tipos de juventudes esa emprendedora y madura que siempre está a la casa del logró de grandes sueños y otra que se enquista en su actitud negativa en donde el “no” es su arma predilecta, para no encontrar el camino del progreso, esa parte de nuestra sociedad, es la que se mantiene estática y poco aporte le hace al gran núcleo social y que muchas veces frenan el empuje de esa sociedad. Lo más censurable es que el volumen es tan alto que invaden a el estado, llegando a las altas posiciones de ese estado y que, con su característica mediocridad, por temor a perder su posición, a los cargos dependientes de ellos, colocan a otros de su igual formación mental y convierten a las dependencias estatales en entes improductivos y convierten a el estado en órgano mediocre. Aprendamos con José Ingeniero:
“En la evolución humana, los ideales mantienen se en equilibrio inestable. Todo mejoramiento real es precedido por conatos y tantos de pensadores audaces, puestos en tensión hacia a él, rebeldes al pasado, aunque sin la intensidad necesaria para violentarlo; ésa lucha es un reflujo perpetuo entre lo más concebido y lo menos realizado. Por eso los Idealistas son forzosamente inquietos como todo lo que vive, como la vida misma; contra la tendencia apacible de los rutinarios, cuya estabilidad parece inercia de muerte. Esa inquietud se exacerba en los grandes hombres, en los genios mismos si el medio es hostil a sus quimeras, como es frecuente. No agita a los hombres sin ideales, informe argamasa de humanidad.
Toda juventud es inquieta. El impulso hacia lo mejor sólo puede esperarse de ella; jamás de los enmohecidos y de los seniles. Y sólo es juventud la sana e iluminada la que mira al frente y no a la espalda; nunca los decrépitos de pocos años prematuramente domesticados por las supersticiones del pasado; lo que en ellos parece primavera es tibieza otoñal, ilusión de aurora que es ya un apegamiento de crepúsculo. Sólo hay juventud en los que trabajan con entusiasmo para el porvenir; por eso los caracteres excelentes pueden persistir sobre el apuñuscarse de los años.
Nada cabe esperar de los hombres que entran a la vida sin afiebrarse por algún ideal; a los que nunca fueron jóvenes, pare ’celes descarriado todo ensueño. Y no se nace joven; hay que adquirir la juventud. Y sin un ideal, nunca se adquiere.
Los ideales suelen ser esquivos o rebeldes a los dogmatismos sociales que los oprimen. Resistencia la tiranía del engranaje nivelador, aborrecen toda coacción, sienten el peso de los honores con que se intenta domesticarlos y hacerlos cómplices de los intereses creados, dóciles, maleables, solidarios, uniformes en la común mediocridad. Las fuerzas conservadoras que componen el subsuelo social pretenden amalgamar a los individuos, decapitándolos; detestan las diferencias, aborrecen las excepciones, anatematizan al que se aparta en busca de su propia personalidad. El original, el imaginativo, el creador no teme sus odios; los desafía, aún sabiéndolos terribles porque son irresponsables. Por eso todo idealista es una viviente afirmación del individualismo, aunque persiga una quimera social; puede vivir para los demás, nunca de los demás. Su independencia es una reacción hostil a todos los dogmáticos; concediéndose incesantemente perfectibles, los temperamentos Idealistas quieren decir en todos los momentos de su vida, como Don Quijote: ” yo sé quién soy “. Viven animados de ese afán afirmativo. En sus ideales cifran su ventura suprema y su perpetua desdicha. En ellos caldean la pasión que anima su Fe esta, al estrellarse con la realidad social, puede parecer desprecio, aislamiento, misantropía; la clásica ” Torre de Marfil” reprochada a cuantos se erizan al contacto de los obtusos diríase que de ellos dejó escrita una eterna imagen Teresa de Ávila: ” gusanos de seda somos, gusanillos que hilamos la seda de nuestras vidas y en el capullito de la seda nos encerramos para que el gusano muera y del capullo salga volando la mariposa”.
Todo idealismo es exagerado, necesita serlo. Y debe ser cálido su idioma, como si desbordara la personalidad sobre lo impersonal; el pensamiento sin calor es muerto, frío, carece de estilo, no tiene firma. Jamás fueron tibios los genios, los santos y los héroes. Para crear una partícula de verdad, de virtud o de belleza, se requiere un esfuerzo original y violento contra alguna rutina o prejuicio; como para dar una lección de dignidad hay que desgoznar algún servilismo. Todo ideal es, instintivamente, extremoso; debe serlo a sabiendas, si es menester, pues pronto se rebaja al refractarse en la mediocridad de los más. Frente a los hipócritas que mienten con viles objetivos, la exageración de los Idealistas es, a penas una verdad apasionada. La pasión es su atributo necesario, aun cuando parezca desviar de la verdad; lleva a la hipérbole, al error mismo; a la mentira nunca. Ningún ideal es falso para quien lo profesa; lo cree verdadero y coopera a su advenimiento, con Fé con desinterés, el sabio busca la verdad por buscarla y goza arrancando a la naturaleza secretos para él inútiles ó peligrosos. Y el artista busca también la suya, porque la belleza es una verdad animada por la imaginación, más que por la experiencia. Y el moralista la persigue en el bien, que es una recta lealtad de la conducta para consigo mismo y para con los demás. Tener un ideal es servir a su propia verdad. Siempre.
Algunos ideales se revelan como pasión combativa y otros como pertinaz obsesión; de igual manera distínganse dos tipos de Idealistas, según predomine en ellos el corazón ó el cerebro. El idealismo sentimental es romántico; la imaginación no es inhibida por la crítica y los ideales viven de sentimientos. Es el idealismo experimental los ritmos afectivos son encarrilados por la experiencia y la crítica coordina la imaginación; los ideales tórnense reflexivos y serenos. Corresponde el uno a la juventud y el otro a la madurez. El primero es adolescente, crece, puja y lucha; el segundo es adulto, se fija, resiste y vence.
El idealista perfecto sería romántico a los veinte años y estoico a los cincuenta; es tan anormal el estoicismo en la juventud como el romanticismo en la edad madura. Lo que al principio enciende su pasión, debe cristalizarse después en suprema dignidad; ésa es la lógica de su temperamento”.
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