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Por. César Gamero De Aguas.

Lo último que recordó con sus cinco sentidos encima Ana Rosa Barrios, fue un fuerte dolor en el pecho que poco a poco iba cesando y perdiendo su fuerza cuando pasaba a su brazo izquierdo. Era un dolor pa’ macho, alcanzó a decirme. No era para menos pues aquel era una repetición ya acostumbrada de dolores de infarto que la habían aquejado durante más de diez largos años. Esta patología hereditaria había sido determinante para cambiar su ritmo de vida. ¡No soy la misma solía decir! Aquella mañana radiante del mes de marzo, luego de celebrar unos carnavales hasta más no poder y ya reposada en una mecedora de mimbre, empezó su batalla con la muerte. Recuerda haber estado sentada en el sillón de mimbre de esas que elaboran los artesanos de San Jacinto, en la puerta de su casa. Allí a eso de las 9:45 am, en medio de una brisa sofocante, se mecía placiente, observando a su nieto de cinco años de edad que jugaba ansioso con una pelota de hule, sin saber el triste acontecimiento que estaban a punto de vivir. Aquel amanecer que pudo haber sido el último en su vida, escondía un desfile de sin sabores en un lienzo de colores tristes. Ella había ingerido sus medicamentos de rigor, comió unas arepas pequeñas de choclo las cuales combinó con un jugo de melón sin azúcar, y un pedazo pequeño de queso bajo de sal. De un momento a otro se fue quedando poco a poco, el dolor que la aquejó  por siempre en unos instantes se fue desvaneciendo y  entonces parecía levitar entre una neblina espesa que jamás lograba disiparse, se vió al mismo tiempo  por fuera de su cuerpo, por entre todas las nubes blancas que parecían desprender un aroma de flores silvestres, podía  apreciar todo, pero sus movimientos eran involuntarios, su esposo la tomaba por los brazos, sus hijos la  abanicaban con unas toallas pequeñas de colores vivos, y un vecino encendía su vehículo con una rapidez sorprendente. Todo era confusión en aquella vivienda, intentaba sin vacilación reaccionar, demostrar que aún estaba allí, pero su cuerpo flotaba y pocos notaban que su presencia era imperceptible en esos angustiantes momentos.

Una obcecación indeterminada la contagió, su nuevo estado prolongado y fugaz la hacía más ágil, su plano dimensional ya era otro, hacia parte de otro sistema de cosas al cual había ingresado sin su más mínimo consentimiento, no podía ver su cuerpo, pues ahora era una fuerte luz pensante de color neón, atrevida, sus necesidades elementales habían desaparecido, sentía que estaba allí, en ese vehículo lleno de ansiedades y de desesperos comunes. Al arribar a la clínica, desapareció, una camilla, unos hombres de batas blancas, una reanimación cardíaca, ya no era ella, solo un álbum de recuerdos que pasaban lentamente y una satisfacción personal que ahora la invadía. El tiempo era indiscernible, un agradable placer se apoderó de ella, jamás entró al túnel que se hallaba en la distancia, siempre estuvo rodeada de unas luces resplandecientes, el aroma era apacible y perseverante, caminaba por un césped verde y plano, arriba de ella un cielo azul e infinito la engullía, era inmaterial, infinita, pero al mismo tiempo versátil y atenta.

 Tan rápido como el viento se vió al lado de varias personas, no recordaba haberlas visto antes, charlaban entre ellas, pero al intentar interactuar con sus interlocutores su voz no era escuchada. El grupo de personas era dinámico, el lenguaje   indescifrable,  un sonido irrumpió, como todo hasta ahora había sido abrupto, muy pronto logró identificar la génesis de aquel agudo sonido, igual al de un helicóptero, miraba hacía ese espacio infinito que la cubría y no divisaba aquel artefacto, el sonido ahora era más fuerte y cercano, pronto su helicóptero celestial se mostró, a lo lejos un punto negro  se aproximaba con una sabia precisión, cada vez se hacía más  grande, la enorme paleta del rotor giraba aceleradamente, el fuselaje de la nave ocupaba un espacio notable entre todas sus partes. No lograba divisar al piloto de aquella aeronave que bajó muy despacio, lentamente, los patines de aterrizaje se ocultaron en la espesura del césped y el sonido de este desapareció con un raudo automatismo. Las puertas laterales del helicóptero se abrieron rápidamente, y el grupo de personas caminó hacia él, siguiendo un cierto patrón de voz que reinaba, todos subían ubicándose en sus espacios asignados al interior del artefacto, ella deseaba ascender, intentando vencer al miedo sin remordimiento que la invadió, pero su soledad en aquel lugar parecía estar escrita. Caminó acercándose sigilosamente hacia una de las puertas del helicóptero celestial, pero está se cerró apresuradamente. La aeronave despegó verticalmente en medio de un agudo sonido, y fue desapareciendo lentamente en el infinito azul cobalto de aquel misterioso recinto, así como también el ruido que ya había cesado. Una tristeza pasajera la asaltó, había quedado sola nuevamente y ahora una brisa fresca la rodeó profundamente en un torbellino de placer que ahora llamaba su atención, una atención un tanto dispersa que terminó al abrir los ojos y entonces una enfermera con anteojos enormes la llamó por su nombre; ¡Ana Rosa!

Muy pronto hizo un examen visual y pudo observar ahora un plano horizontal, todos estaban vestidos de color blanco de pies a cabezas, muchos de ellos corrieron apresuradamente a su encuentro, aplaudían de alegría, gritaban con furor, su obcecación era aún la misma; balbuceó una que otra palabra y se reencontró con lo que había abandonado en esa otra dimensión del tiempo. Un monitor de signos vitales ilustraba el milagro de su recuperación y una auxiliar imprudente en medio de su alegría expresó: ¡La única sobreviviente de esta sala UCI en 12 días!

Habían transcurrido 12 largos días de aquella fatídica  mañana, donde vivió las experiencias más inconcebibles  y al mismo tiempo agradables de su existencia, el sonsonete que ahora producían las máquinas que vigilaban su salud,  le hizo recordar al instante, su helicóptero celestial que ahora  añoraba , unas lágrimas bajaron apresuradamente por sus mejillas y se perdieron en un tapabocas blanco de tela que ocultaba su tristeza, giró la cabeza y pudo diferenciar a su esposo, que caminaba apresurado a su encuentro y una frase imperativa que salió al acecho diciendo: – ¡No la toques, que está viva!.

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