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Por: Antonio Cueto Aguas
“Áurea Mediocrita” es el primer acápite del primer Capítulo de la obra “EL HOMBRE MEDIOCRE” no se para ustedes, amables lectores, pero para mí, su inicio es preámbulo de un proceso ilustrativo de la personalidad humana, en esta obra realmente quienes somos enamorados del conocimiento y la ilustración intelectual y sobre todo quienes queremos ser cada día más cercanos a el logro de la perfección humana, dentro de lo posible, porque bien sabido es, que ésta no existe, porque los seres humanos somos, por el contrario, la perfección de lo imperfecto, sin embargo, dentro de lo humano, loable es, luchar por vencer los muy marcados defectos que adornan nuestra existencia y que hacen de nosotros, seres con mucha falta de virtudes y más bien, plagados de grandes falencias y con un mundo de actitudes que rayan en la mediocridad, ahora, no es malo y al revés, es muy positivo, tener el valor civil de reconocer nuestras deficiencias humanas, que nos permita mejorar nuestra actitud creativa, que nos permita el logro de alcanzar una sociedad medianamente igualitaria en el orden mental, y digo medianamente igualitaria, porque conforme algunos pensadores universales, es más fácil lograr esa igualdad en otras especies animales que en la nuestra, en criterio del filósofo moralista griego Plutarco, La desigualdad humana no es un descubrimiento moderno, hace siglos escribió: “Los animales de una misma especie difieren menos entre si, que unos hombres de otros” por su parte: Montaigne dijo: “Hay más distancia entre tal y tal hombre, que entre tal hombre y tal bestia”. Esos dos criterios los juzgo suficientes para justificar mi expuesto concepto sobre el homosapiens. Pero no soy yo quien enseña, aprendamos de: “El Hombre Mediocre”
Hay cierta hora en que el pastor ingenuo se asombra ante la naturaleza que le envuelve. La penumbra es espesa, el color de las cosas se uniforma en el gris homogéneo de las siluetas, la primera humedad crepuscular levanta de todas las hierbas un vaho de perfume, aquiétese el rebaño para echarse a dormir, la remota campana tañe su aviso vesperal. La impalpable claridad lunar se emblanquece al caer sobre las cosas; algunas estrellas inquietan con su titilación el firmamento y un lejano rumor de arroyo brincante en las breñas parece conversar de misteriosos temas. Sentado en la piedra menos áspera que encuentra al borde del camino, el pastor contempla y enmudece invitado en vano a meditar por la convergencia del sitio y de la hora. Su admiración primitiva es simple estupor. La poesía natural que le rodea, al reflejarse en su imaginación no se convierte en poema. Él es, apenas, un objeto en el cuadro, una pincela da; un accidente en la penumbra. Para él todas las cosas han sido siempre así y seguirán siéndolo, desde la tierra que pisa hasta el rebaño que apacienta.
La inmensa masa de los hombres piensa con la cabeza de ese ingenuo pastor; no entendería el idioma de quien le explicará algún misterio del universo o de la vida, la evolución eterna de todo lo conocido, la posibilidad de perfeccionamiento humano en la continua adaptación del hombre a la naturaleza. Para concebir una perfección se requiere cierto nivel ético y es indispensable alguna educación intelectual. Sin ellos pueden tenerse fanatismos y supersticiones; ideales, jamás.
Los que viven debajo de ese nivel y no adquieren esa educación permanecen sujetos a dogmas que otros les imponen, esclavos de fórmulas paralizadas por la herrumbre del tiempo. Sus rutinas y sus prejuicios parécenles eternamente invariables, su obtusa imaginación no concibe perfecciones pasadas ni venideras; el estrecho horizonte de su experiencia constituye el límite forzoso de su mente. No pueden formarse un ideal. Encontrarán en los ajenos una chispa capaz de encender sus pasiones; serán sectarios, pueden serlo. Y no advertirán siquiera la ironía de cuántos les invitan a arrebañar en nombre de ideales que pueden servir, no comprender. Todo ensueño seguido por muchedumbres, sólo es pensado por pocos visionarios que son sus amos.
La desigualdad humana no es un descubrimiento moderno. Plutarco escribió, ha siglos, que ” los animales de una misma especie difieren menos entre sí que unos hombres de otros (“Obras morales”, vol.3). Montaigne suscribió esa opinión: “Hay más distancia entre tal y tal hombre, que entre tal hombre y tal bestia: es decir, que el más excelente animal está más próximo del hombre menos inteligente, que éste último de otro hombre grande y excelente “. (“Ensayos”, vol., cap. XLII). No pretenden decir más los que siguen afirmando la desigualdad humana: ella será en el porvenir tan absoluta como en tiempos de Plutarco o de Montaigne.
Espere segunda parte de “AREA MEDIOCRITA”
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