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Por: Antonio Cueto Aguas.

En nuestro criterio, la mediocridad, es la mácula más peligrosa para destruir nuestra Sociedad y lo es, no por su pobreza mental, sino por su gran volumen social, para analizar un caso en particular, recordemos los resultados del plebiscito en Colombia, aquel que le devolvería la tranquilidad a todos los Colombianos, ¿recuerdan?, sincera mente, jamás se me cruzó por la mente que “la paz” tuviera tantos enemigos, ¿Cómo pensar, que Colombia, como ocurrió, votaría mayoritariamente por la guerra, cuando tanto Colombiano estaban siendo masacrados por un pequeño sector de también Colombia nos desalmados? pero si, así ocurrió y no precisamente porque ese gran volumen de Colombianos que le dijeron “no” a la paz, fuesen ciertamente enemigos de ella, no, fue simplemente el pro ducto de la gran ignorancia que azota a la gran mayoría de los colombianos, aunado a el alto grado de mediocridad de que está revestida nuestra sociedad, en un in menso  volumen. Ahora, no podemos decir, que la inmensa mayoría de quienes hicieron parte del “no” en el plebiscito, son ignorantes o mediocres, ello no es cierto, en la dirección de esa campaña, un grupo, no muy alto, no son mediocres, no, son personas visionarias, pero que ponen esa visión e inteligencia al servicio de la maldad y de sus intereses particulares y que saben del alto grado de pobreza intelectual y mediocridad de ese alto volumen de nuestra sociedad y se aprovecharon de ella, para con mentiras y falacias llevarlos a las urnas, cual atajo de ganado.

E ahí por qué el pueblo Colombiano está obliga do a prepararse con mucha seriedad, he ahí, por qué el sistema educativo de Colombia debe ser totalmente desmantelado y crear un sistema, en donde su fundamentación se oriente a enseñar a los Colombia nos a pensar, a investigar y a dejar de ser unas marionetas de los grandes marioneteros, que aunque son un número menor, que en  volumen son una minucia,  tenemos que aceptar que desarrollan estrategias muy sutiles, para manejar la ignorancia y la “mediocridad” de nuestra sociedad.

No sigamos siendo el oprobio de nuestra sociedad, no sigamos sintiendo desprecio por el cambio, no sigamos sintiendo envidia por aquellos brillantes hombres que con su grandeza mental han logrado hacer inmensa mente grande a nuestra amada sociedad, sintamos vergüenza por la mediocridad y aprendamos a buscar la brillantes de las mentes superiores, leer, es aprender y si leemos a los que saben seremos sabios. Ahora, José Ingeniero nos enseña, a pensar:

Si se limitáran¹ a vegetar, agobiados como cariátides bajo el peso de sus atributos, los hombres sin ideales escaparían a la reprobación y a la alabanza. Circunscrito a so órbita, serían tan respetables como los demás objetos que nos rodean. No hay culpa en nacer sin dotes excepcionales; no podría exigírseles que treparan las cuestas riscosas por donde ascienden los ingenios preclaros. Merecerían la indulgencia de los espíritus privilegiados, que no la rehúsan a los imbéciles inofensivos. Estos últimos, con ser más indigentes, pueden justificarse ante un optimismo risueño; zurdos en todo, rompen el tedio y hacen parecer la vida menos larga, divirtiendo a los ingeniosos y ayudándolos a andar el camino. Son buenos compañeros y depositan   el bazo durante la marcha; habría que agradecerles los servicios que prestan sin sospecharlo. Los mediocres, lo mismo que los imbéciles, serían acreedores a esa amable tolerancia mientras se mantuvieran a la capa; cuando renuncian a imponer sus rutinas son sencillos ejemplares del rebaño humano, siempre dispuestos a ofrecer su lana a los pastores.

Desgraciadamente, suelen olvidar su inferior jerarquía y pretenden tocar la zampoña, con la irrisoria pretensión de sus desafinamientos. Tornanse entonces peli grosos y nocivos. Detestan a los que no pueden igualar, como si con solo existir los ofendieran. Sin alas para elevarse hasta ellos, deciden rebajarlos: la exigüidad del propio valimiento les induce a roer el mérito ajeno. Clavan sus dientes en toda reputación que les humilla, sin sospechar que nunca es más vil la conducta humana. Basta ese rasgo para distinguir al doméstico del digno, al ignorante del sabio, al hipócrita del virtuoso, al villano del gentilhombre. Los lacayos pueden hozar en la fama; los hombres excelentes no saben envenenar la vida ajena.

Ninguna escena alegórica posee más honda elocuencia que el cuadro famoso de Sandro Botticelli. “La calumnia” invita a meditar con doloroso recogimiento; en toda la galería de los Oficios parecen resonar las palabras que el artista -no lo dudamos- quiso poner en labios de la Verdad, para consuelo de la víctima: en su encono está la medida de su mérito…

La inocencia yace, en el centro del cuadro, acoquinada bajo el infame gesto de la calumnia. La envidia la precede; el engaño y la hipocresía la acompañan. Todas las pasiones viles y traidoras suman su esfuerzo implacable para el triunfo del mal. El arrepentimiento mira al revés hacia el opuesto extremo, donde está, como siempre sola y desnuda, la verdad; contrastando con el salvaje ademán de sus enemigas, ella levanta su índice al cielo en una tranquila apelación a la justicia divina. Y mientras la víctima junta sus manos y la tiende hacia ella, en una súplica Infinita y conmovedora, el juez Midas

presta sus vastas orejas a la ignorancia y la Sospecha.

En esta apasionada reconstrucción de un cuadro de Apeles, descrito por Luciano, parece adquirir dramáticas firmezas el suave pincel que desborda dulzuras en la “Virgen del granado” y el “San Sebastián”, invita al remordimiento con “La abandonada”, santifica la vida y el amor en la “La Alegoría de la primavera” y el “Nacimiento de venus”.

Los mediocres, más inclinados a la hipocresía que al odio, prefieren la maledicencia sorda a la calumnia violenta. Sabiendo que ésta es criminal y arriesgada, optan por la primera, cuya infamia es subrepticia y sutil. La una es audaz; la otra cobarde. El calumniador desafía el castigo, se expone; el maldiciente lo esquiva. El uno se aparta de la mediocridad, es antisocial, tiene el valor de ser delincuente; el otro es cobarde y se encubre con la complicidad de sus iguales, manteniéndose en la penumbra.

Los maldicientes florecen doquiera; en los cenáculos, en los clubes, en las academias, en las familias, en las profesiones, acosando a todos los que perfilan alguna originalidad. Hablan a media voz, con recato, constantes en su afán de taladrar la dicha ajena, sembrando a puñados la semilla de todas las yerbas venenosas. La maledicencia es una serpiente que se insinúa en la conversación de los envilecidos; sus vértebras son nombres propios, articuladas por los verbos más equívocos del diccionario para arrastrar un cuerpo cuyas escamas son calificativos pavorosos.

Vierten la infamia en todas las copas transparentes, con serenidad de Borgias; las manos que la manejan parecen de prestidigitadores, diestras en la manera y amables en la forma. Una sonrisa, un levantar de espaldas, un fruncir la frente como suscribiendo a la posibilidad del mal, bastan para macular la probidad de un hombre o el honor de una mujer. El maldiciente, cobarde entre todos los envenenadores está seguro de la impunidad; por eso es despreciable. No afirma, pero insinúa; llega hasta desmentir imputaciones que nadie hace, contando con la irresponsabilidad de hacerlas en esa forma. Miente con espontaneidad, como respira. Sabe seleccionar lo que converge a la detracción. Dice distraídamente todo el mal de que no está seguro y calla con prudencia todo el bien que sabe. No respeta las virtudes íntimas ni los secretos del hogar, nada; inyecta la gota de ponzoña que asoma como una irrupción en sus labios irritados, hasta que por toda la boca hecha una pústula, el interlocutor espera ver salir, en vez de lengua, un estilete.

Sin cobardía, no hay maledicencia. El que puede gritar cara a cara una injuria, el que denuncia a voces un vicio ajeno, el que acepta los riesgos de sus decires, no es un maldiciente. Para serlo es menester temblar ante la idea del castigo posible y cubrirse con las máscaras menos sospechosas. Los peores son los que maldicen elogiando: templan su aplauso con arremangadas reservas, más graves que las peores imputaciones.

Tal bajeza en el pensar es una insidiosa manera de practicar el mal, de efectuarlo potencialmente, sin el valor de la acción rectilínea.

Espere nuestra próxima columna la segunda parte de la ” MALEDICENCIA ”

Nota: El contenido de este artículo, es opinión y conceptos libres, espontáneos y de completa responsabilidad del Autor.