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Por: GASPAR HERNÁNDEZ CAAMAÑO.
Aristóteles, luego de definir al ser humano por su naturaleza social (zoo politikon), en el libro “Política” aseguró que lo único que distingue al hombre del animal es parlar. Ese animal social se transformó en humano al hablar, aunque a los esclavos los llamó “palas que parlan”. Pero sin la sonora palabra aún estaríamos, gozando seguramente, en estado de naturaleza salvaje, dándonos dientes como auténticos lobos o zorros aullando a la luna: Narcisos.
Siendo, así las cosas, desde la antropología cultural y la política, me sorprendí cuando leí, días atrás, la noticia que una juez del Distrito newyorkino de Columbia, había ordenado al expresidente D. Trump, hoy reo múltiple, guardar silencio y dejar de insultar (ladrar) a: “jueces, fiscales, testigos” y demás personas relacionadas con los juicios penales a los que está sometido el Ex-presidente “bocón”.
La defensa del acusado insultador apeló. Recurso que fue enviado a la consideración del Fiscal que había pedido callar a Trump. La decisión fue atacada como una censura a quien ha expresado, por diversos canales, que es víctima de una “Caza de Brujas“, aunque se lo juzga por el asalto “barbaro” al Capitolio y el intento de revertir los resultados electorales del 2020 que lo derrotaron estrepitosamente.
Hasta aquí puedo afirmar, al referirme a la decisión judicial newyorkina -city donde la libertad de expresión es un derecho absoluto-, que el silencio, o mejor acallar a un procesado, es un castigo. Castigo que al consumarse o permanecer vigente transformaría al enjuiciado en una verdadera sombra, un zomby. Por ello, el hablar en determinadas circunstancias, sobre todo judiciales, contempla límites, los cuales deben siempre ser atendidos.
Pero, el silencio es un derecho. Un derecho fundamental. Es decir, inherente a la personalidad de cada quien. No tanto en las circunstancias procesales, sino en las que a diario se enfrentan en la vida. En el campo judicial o de investigaciones sancionatorias, tanto administrativas, como de otras índoles, la Constitución Política colombiana consagra ese derecho, al establecer que:
“Nadie podrá ser obligado a declarar contra sí mismo o contra su cónyuge, compañero permanente o parientes dentro del cuarto grado de consanguinidad, segundo de afinidad o primero civil”. Norma que encuentra desarrollo en diversas leyes, sean sustantivas como procedimentales. Siendo entonces un derecho, con connotación de deber, no es fácil entender que por redes sociales personas despotrican o insultan a cercanos como a extraños. ¿gajes de la libertad?.
Para ilustrar un poco más el valor de el silencio, en un mundo civilizado, debo recordar el ejemplo dado, recientemente, por el novelista japonés, Haruki Murakami quien, en la ceremonia de recibimiento del premio “Princesa de Asturias“, voluntariamente, no quiso hablar. Guardo silencio. No pronunció discurso alguno. Murakami, autor recomendable para leer si de Amor y Atletismo queremos hablar, en sus memorias afirma:
“De la ficción hay que aprender a evitar los juicios temerarios y aceptar que es difícil encontrar respuestas definitivas a los problemas del amor y la pérdida de la vida real”. Como pueden apreciar es una verdadera enseñanza para quienes no han aprendido a callar cuando la propia vida los enfrenta a los conflictos naturales no sólo del amor y de la vida misma. El silencio y el tiempo si dan respuestas definitivas a los problemas de la vida buena.
Todo ello porque el silencio como expresión humana también contempla una carga ética y estética. Las leyes judiciales como las sociales no sólo son coercitivas, sino que están instituida como garantías de la dignidad humana. El silencio es una garantía. Es libertad. Así mismo también es poesía. Una poesía vertical. No siempre la palabra refleja la emoción de un momento feliz o doloroso. una lágrima es expresión de alegría como de dolor. Sin gritos ni algarabía.
Concluyó reiterando la importancia de el silencio cuando ante dificultades o satisfacciones nos encontramos. No es bueno que nos ordenen callar. Es vital expresarnos, en muchísimas ocasiones, calladamente. Confieso que he aprendido fisiológicamente a dejar brotar lágrimas, suaves y delgadas, cuando la felicidad me abraza la piel completa y hace de mi sangre un orgullo de estar vivo. Canta el silencio en la pasión de compartir.
LA PRÓXIMA: NO NOS ENSEÑAR A LEER.
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