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Por: GASPAR HERNÁNDEZ CAAMAÑO.
“Has vivido bien todo aquello que recuerdas con ternura”. Manuel Vilas, escritor español.
En pocos días, o mejor horas, superare la barrera de los 70 y más años de edad. Y apareció, nuevamente, el tema de la vejez invitándome a una reflexión sobre la propia forma de envejecer. Pero, de igual manera, para conocer cómo se ha comprendido esta etapa de la vida por diversos autores, antiguos y contemporáneos, en su cercanía sustancial con otros temas, por ejemplo, la muerte o el cuidado.
Años atrás, un buen día, decidí libremente vivir solo, sin perder la cercanía con mis cuatro nietos y tres hijos, la conjunción del amor generoso y el trabajo relajado. Abandone los sudores y las horas. Edifique mis tiempos, mis silencios y mis soledades. Construí una nueva biblioteca, un sitio de escritura y otro de esparcimiento. Compre cuchillos de cocina. Hago mercado. Hice del espacio que habito una morada para leer, escribir, soñar desde las ventanas, cocinar alimentos a mi gusto. Y vivir a mi manera, como cantó Sinatra.


En este tiempo, además de aprender a envejecer, también he aprendido a vivir conmigo…mismo. Tanto que vivo habitado de recuerdos: los de mis padres cuya ausencia inexorable me agotó las lágrimas del llanto. Solo percibo lágrimas de placer compartido en la generosidad de amar, en noches memorables. Y en las paredes de la morada del puerto, colgué retratos de mi madre y de mis nietos, que son la prolongación de la sangre y la existencia. Son ellos el interés y la alegría de vivir contento, más allá de la biología.
Nada me aburre. Camino aún bajo la luna, viajo a saludar al mar cada vez que puedo, temo al “amigo sol” después de las 11 a.m. Duermo temprano y “comodísimo”. Complazco al paladar en lugares escogidos, seguros y donde me saludan, como amigo no como cliente. Trato de leer dos (2) libros, de mi interés, por semana. Litigo a favor de conocidos, gente de confianza. Asesoro y redacto memoriales. También visito los pasillos de juzgados en nuestros Palacios de Justicia. En fin, sigo vivo. Laborando. Aprendiendo la justicia virtual.
No he renunciado a ninguno de mis gustos y placeres de la juventud. Uno de ellos, es el cine. Asisto, semanalmente, al cine-foro de La Cinemateca y a su programación habitual. Por el cine tengo una debilidad especial. Siempre encuentro en una buena película una historia de amor. En la sala oscura, cómoda y sin otra compañía que la mía, “soy pez en el agua”. De ella, cuando asisto, salgo energizado, con otra historia compartida. la vida no se agota, rejuvenece.
Entonces, al pretender rejuvenecer cuando ya el organismo, tanto física como mentalmente, ha mostrado las evidencias del envejecimiento, surge un conflicto singular que Albert Camus, en su obra “la caida“, plantea así:
“La tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que uno sea joven. Dentro de este cuerpo que envejece hay un corazón todavía curioso, tan hambriento, todavía tan lleno de anhelo como estaba en la juventud”.
Dilema o conflicto que Platón, en el célebre diálogo “el banquete“, había resuelto para los humanos, en voz de Diotima -la sabia del amor-, al advertir:
“Así se preserva todo mortal: No permaneciendo idéntico para siempre, como los seres divinos, sino dejando trás de sí a un nuevo semejante de sí mismo al envejecer y desaparecer”. De ahí, afirmo la necesidad de aprender a envejecer, ya que, aunque nos lo digan, no somos divinos. Cada día vence la rutina, con una nueva. Es ley de vida buena. La vida práctica nos enseña que un día no puede ser igual al otro. Como enseñó Heráclito: la vida es un río.
La vejez, como la niñez, conllevan a garantizar un derecho fundamental: el cuidado. Frente al mismo, es decir, para su disfrute hay que aprender el auto-cuidado, sí aún se conserva la movilidad y la racionalidad. En ese orden, el aprendizaje genera un mayor compromiso consigo mismo. Mayor atención al circular para evitar accidentes y afinar la capacidad de pensar, con lentitud y conciencia de lo que somos: adultos mayores, aunque algunos, que se tinturan las canas, nos llamen viejos. No me gusta esa palabra. las canas seducen mujeres, dije a unos vecinos del Alegre Puerto una mañana.
Toca no olvidar que una larga vida es un largo camino de enseñanzas. Y entre ellas, está saber que no somos inmortales, ni divinos, por lo que también debemos aprender a morir. A cambiar. De ahí, estar preparado cuando inevitablemente se asome. Y un buen consejo para ello es el declarado por el longevo cineasta norteamericano, Woody Allen, que comparto:
“No le temo a la muerte, sólo que no me gustaría estar allí cuando suceda“. Seguro lo aprendió de Epicuro.
Ah! el amor. No podría concluir esta reflexión sin dedicar unas líneas al amar. En principio, amar la vida, la propia, la de quienes amamos, pues el amor es alegría en sus tres formas clásicas: eros, philia y agapé. Las cuales debemos asumir hasta en la vejez, tiempo en que contemplamos El AMAR como “debilidad la que nos hace humanos y tanto más, sin embargo, cuanto más amamos“, nos enseña André Comte-Sponville en “la vida humana”(Paidós). Morir amando el placer de vivir.
La próxima: el futbol y su filosofía.