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Por: Jairo Eduardo Soto Molina

La Universidad del Atlántico vive un momento clave. La elección de su nuevo rector o rectora ha desatado un debate que va más allá de un simple relevo administrativo: pone en juego la capacidad de la institución para ejercer su autonomía y, a la vez, responder a la presión de grupos políticos, actores externos y de su propia comunidad académica.

La comunidad universitaria —profesores, estudiantes, trabajadores— observa con atención un proceso que ha sido noticia en medios de circulación nacional y regional. Periódicos como El Espectador, El tiempo y el Heraldo; portales como Cambio Semana y emisoras locales y nacionales han dado cuenta de los reclamos de diversos sectores por la forma en que se desarrolla la contienda. Se han denunciado intentos de reelección cuestionados, retrasos en la definición del cronograma y la presencia de actores ajenos a la institución durante protestas y manifestaciones.

Por primera vez, 19 nombres aparecen en la contienda. Pero más allá de los nombres, lo que está en juego es uno solo: el futuro de la universidad y del Caribe. Diecinueve aspirantes… y una sola responsabilidad del Consejo Superior: garantizar que no gane la política de siempre, sino la dignidad de la academia.

Estos episodios revelan que la disputa por la rectoría no se limita a la competencia entre candidatos; es también la expresión de intereses políticos que ven en la universidad un espacio de influencia y prestigio. Las manifestaciones estudiantiles y las alertas del Ministerio de Educación, que anunció un seguimiento especial, evidencian que el resultado de esta elección puede marcar el rumbo de la universidad para los próximos años.

La Constitución colombiana reconoce la autonomía universitaria como un pilar de la educación superior. Esta autonomía implica la capacidad de la institución para darse su propio gobierno y definir su proyecto académico. Sin embargo, la experiencia de la Universidad del Atlántico muestra que la autonomía no se ejerce en el vacío. Las tensiones de poder —internas y externas— ponen a prueba la independencia de las decisiones y la legitimidad de los procesos.

El reto consiste en que la comunidad universitaria pueda elegir a sus autoridades con libertad real y sin injerencias externas. Sin embargo, en la práctica han prevalecido las presiones y los cálculos políticos, de modo que la autonomía termina reducida a una declaración formal sin eficacia. Las distintas administraciones han tratado esa autonomía como una “ley del embudo”: lo ancho para quienes detentan el poder y lo angosto para los demás. En algunos casos se amparan en sus propias normativas internas y, en otros, recurren selectivamente a disposiciones externas según convenga a sus intereses. Este manejo ambiguo amenaza con prolongar un periodo de desconfianza y conflicto que inevitablemente impactará la misión formativa de la Universidad del Atlántico y su proyección social.

Más allá de la coyuntura, este proceso electoral deja varias lecciones. En primer lugar, urge fortalecer los mecanismos de participación y veeduría de todos los estamentos: estudiantes, docentes, egresados y empleados. Una comunidad informada y vigilante es la mejor garantía de elecciones legítimas.

En segundo lugar, se requiere actualizar y hacer cumplir los estatutos que regulan los comicios internos. Las normas deben ser claras en temas como periodos, reelección y requisitos de los aspirantes, de modo que no den lugar a interpretaciones que alimenten la desconfianza.

Finalmente, la Universidad del Atlántico necesita espacios de diálogo que vayan más allá de la elección misma. La gobernabilidad universitaria depende de la capacidad de construir consensos en torno a su proyecto académico y de investigación, a la financiación y al papel social que cumple en el Caribe colombiano.

La elección de rector o rectora no solo definirá quién dirigirá la institución en los próximos años; también pondrá a prueba la madurez democrática de la universidad. Si la comunidad logra un proceso limpio, incluyente y respetuoso de su propia normatividad, se fortalecerá la autonomía y la legitimidad del gobierno universitario. Si, por el contrario, prevalecen las presiones y los cálculos políticos, la universidad enfrentará un periodo de desconfianza y conflicto que afectará su misión formativa y su proyección social.

En últimas, lo que está en juego es el modelo de universidad que la sociedad del Atlántico y del país quiere: una institución pública que se gobierne con independencia y compromiso académico, o un espacio permanentemente disputado por intereses que desdibujan su esencia educativa.

Hoy no pedimos favores. Exigimos dignidad.

La autonomía universitaria no puede seguir siendo un eslogan vacío: debe vivirse, defenderse y conquistarse cada día. El Consejo Superior tiene la última palabra. Debería tener la capacidad de saber elegir una buena hoja de vida, sumada la trayectoria y la experiencia administrativa en educación superior. Pero no olvidemos algo: la historia los juzgará. Y la comunidad universitaria también.

Que quede claro: la universidad no se negocia, se respeta. Que quede claro: no son nueve votos lo que está en juego, es el futuro del Caribe. Y que quede claro, de una vez por todas: si la política pretende someter la universidad, encontrará aquí una comunidad firme, consciente y dispuesta a resistir.

Este artículo es de completa responsabilidad del autor: JESM