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Por: Adlai Stevenson Samper
Mientras el industrial carnaval de Rio de Janeiro que arrastra prensa y turismo de todo el mundo fue cancelado y el histórico carnaval de Venecia fue suspendido el año pasado y el que corre del presente año, los organizadores y la administración pública de Barranquilla –dos aparentes personas que son los mismos aunque en litigios judiciales se empeñen en demostrar lo contrario- decidieron apostarle a un adefesio llamado carnaval virtual.
Consiste en programar por redes sociales eventos para que usted, frente a su computador, celular o televisor se goce las fiestas tal como si estuviera en un carnaval normal pero careciera de fondos para salir a pagar sus diversos costos. El que lo goza no es precisamente el que lo vive sino el que lo tiene y eso lo conoce bien el 70% de la población barranquillera que le toca fabricar peripecias para lograr una ubicación en uno de los innumerables desfiles en que se ha convertido el carnaval que por cierto tampoco es un carnaval, sino un mero espectáculo con sus espectadores y actores denominados por los organizadores y controladores del presupuesto (privados y entes públicos) con el ominoso nombre de “hacedores”.
La idea del carnaval se ha venido desvirtuando –a propósito de virtualidad- desde hace varios años con el control total de las fiestas por una serie de entes de ficción que pretenden organizar lo inorganizable, que creando cartillas y modelos de comportamientos para los ciudadanos que tienen que someterse a permisos y pagos para su participación. El sentido de la befa, de la burla a lo establecido, de colocar en ridículo a poderes y aconteceres ha quedado reducido a unas cuantas letanías groseras, a disfraces repelentes y señalamientos chismosos de parodias sin ningún efecto catarquico conocido, excepto el del fugaz regocijo para quien los observa y la emoción de quien los encarna.
Da lo mismo disfrazarse de gorila, de enfermera, de bobo útil, de bruja maquiavélica devoradora de presupuestos, de horda de atarvanes persiguiendo quimeras de poder: da lo mismo. La inquietud es anecdótica y desde esa perspectiva el carnaval es sano, es regocijante, es chévere, es grandioso, pero sin los fundamentos históricos colectivos que le dan base y pleno desarrollo.
Un carnaval edulcorado, light, con reinitas de la élite debidamente preparadas por morrocutudos asesores que las obligan a gritar en tono de desafío que el goce es permanente hasta que el cuerpo –y el presupuesto- aguante. Es que carnaval sin colectividad comprometida en el goce no es carnaval y un remedo virtual ni suple, ni pone nada y más bien predispone en estas épocas de pandemia para que la ciudadanía se desborde en tres o cuatro días y por su cuenta haga relajos de calle, casa, vecindario con las consecuencias del alza de picos del covid 19 diez días después. Una total irresponsabilidad solo para echar andar el mal embeleco del carnaval virtual.
Pero es que los organizadores de este engendro anti carnavalero, de este show digital que no es carnaval, ni siquiera se comprometieron a fondo con su grandiosa idea pues bien han podido lanzar a los cuatro puntos cardinales la innovación de elegir reina y rey momo por votación usando estos canales de acceso de redes sociales más se abstuvieron. Una singular prueba de lo excluyentes, ladinos y marginadores que son para no soltar el apetitoso caramelo de nombrarlos ellos mismos en cenáculos cluberos evitando que a la ciudadanía le encante el invento propuesto asumiendo el carácter permanente.
Nada al respecto de reina o rey momo del “carnaval virtual” que para efectos prácticos en carnaval –con o sin virtualidad- da lo mismo, pues se trata de un estado especial en donde las castas de reinas es lo de menos, aunque para otros sean lo de más. Se goza la cosa con o sin reinado, mejor sin las empresas de ficción que se inventan cada vez que un fallo judicial les señala perentoriamente que le devuelvan al pueblo barranquillero, su único propietario, sus fiestas y regocijos.
Entonces el supuesto representante del pueblo barranquillero, la administración distrital, se inventa una invariable fórmula que permita buscarle la comba al palo, torcer el contenido de leyes y de la constitución política, para entregárselo a sectores detentadores de poder con el objeto de lucrarse de ello ejerciendo control social desde la cultura.
Hace algunos años el sociólogo e investigador inglés Peter Wade de la Universidad de Manchester publicó un interesante libro denominado Música, Raza y Nación: música tropical en Colombia. Decía que tras su contacto con miembros de la “intelectualidad” barranquillera en los años de investigación del libro (los 80) le habían manifestado, casi en coro de corifeos, que el carnaval era una fiesta que eliminaba clases sociales y alcurnias para fundirse en un solo propósito. Una solemne y peligrosa mentira que me obligó, en un encuentro con el autor del libro, a preguntarle quienes había sido los desfachatados que le habían dado esa información falsa a lo que Wade, guardando las fuentes, decidió guardar prudente silencio.
Por el contrario, el carnaval acentúa las diferencias entre clases sociales, entre posibilidades de consumo por ingresos y miseria o migajas de lo que queda tras el opíparo festín. Entre ser utilizado como “hacedor” colocando el esfuerzo y sudor mientras otros lo administran sentados cómodamente en un palco con escoces a bordo y delicias de la culinaria nativa. No hay problema ni recato cuando salgan directo a sus barrios pobres ebrios de música y ron y los otros salgan a continuar el agite en la noche. En el fondo de eso se trata, de gozar a costa del sudor y el vacile de la tradición histórica cultural que representaN doce agrupaciones que es, al fin y al cabo, lo que decidió la Unesco preservar como patrimonio oral e intangible de la humanidad. No fueron comparsas gritonas, ni disfraces de emperadores romanos, ni las carrozas raquíticas estéticas y sin ética de carnaval –vean las de Pasto y entenderán de que se trata-, ni la guacherna, ni la gran parada y menos el desaparecido festival de orquestas. Lo que la Unesco no logro proteger fue a la ciudadanía barranquillera para que le quitaran el derecho a su carnaval y la forma de ejecutar su sentido de la mamadera de gallo, de la burla institucional, de joder tras el poder de la sátira, el sarcasmo y la ironía a los poderes transitorios establecidos que desaparecerán por la ley de absoluta mutabilidad y la inmensidad de los metafísicos en otros mundos que se avizoran sigilosos mientras el pueblo barranquillero sigue vivo, agazapado, esperando una segunda oportunidad sobre la tierra.
Esa a la larga, es la virtud del verdadero carnaval. Lo demás es mera cuentería.
Nota: El contenido de este artículo, es libre, espontáneo y de completa responsabilidad del Autor Adlai Stevenson Samper

