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Por. César Gamero De Aguas.
No sé con certeza cuánto le duró el dolor abdominal hoy a papá, lo cierto es que ya parece haberse acostumbrado a él, y nosotros a su dolor y el hecho mismo de verlo llorar. Bien temprano llamó mi madre a anunciarme la calamidad, con una voz entrecortada que mi oído no logró descifrar a primera instancia, me contó los detalles del problema. Acudí de inmediato como alma que lleva el diablo a casa, allí alcancé a verlo en su cama, en un pequeño cuarto asilado a las esperanzas del tiempo. Acostado en una posición fetal daba unos quejidos desgarradores, de esta manera mostraba su ya habitual dolor en la parte baja del vientre. Mi hermano y yo lo tomamos de los brazos, y mi madre con una experiencia rauda en el oficio de la enfermería, terminó vistiéndolo con los atuendos propios para ello, para luchar contra las adversidades ya comunes de un hospital local.
La llegada fue rápida, total el conductor una vez observó el color pálido de papá, así como sus gritos desgarradores esos mismos que se muestran en las películas de terror, creyó que conducía un bólido y que corría placientemente las 500 millas de Indianápolis.
La doctora más que una profesional de la medicina, era una joven de escasos 25 años de edad, de cabellos rubios, mediana estatura, de tez blanca y rasgos árabes, y con una sonrisa de muñeca de hule. Preguntó sentada al frente del computador sobre el estado de salud de mi progenitor.
- ¡Tiene problemas de hipertensión, próstata inflamada, y tan solo vive con el funcionamiento del riñón derecho! – dijo la doctora.
Guiñó el ojo izquierdo en señal de broma, y luego de eso ante la mirada aterradora de mi padre, su rostro cambió de colores como un arco iris en medio de una tarde de lluvias.
Su disposición fue inmediata y autómata, escribía con sabia rapidez mis indicaciones, y por un momento pensé que me hallaba inmerso dentro de una sala de esas, de un juzgado municipal. A un lado de la pequeña habitación, se encontraba una señora de avanzada edad, con una pierna descubierta y una llaga purulenta que luchaba incansablemente con una mosca impertinente, de esas de color negro, enfrente de ella yacía un señor con mirada de tristeza, sonreía meticulosamente conforme observaba los procedimientos simultáneos que se daban con respecto a la atención de mi padre.
- ¡Tómenle la presión! -decía el internista, ecografía abdominal, creatinina en sangre, parcial de orina, y otros términos que a mis oídos no mejoraban mis emociones, sino que contribuían a acelerar más el ritmo cardíaco de mi progenitor, y por ende el deterioro de su salud. Hasta ese entonces ya no se levantaba, su respiración era lenta y dificultosa, su mirada perdida en un vacío infinito de innumerables interpretaciones. Recitaba lentamente en medio de la agonía presentada, unos nombres que luego decodifiqué como los de sus padres, y mis tías que ya habían fallecido hacía mucho tiempo.
Era como si de un momento a otro y en medio de ese frío vacío, mi padre entrara a otra dimensión, donde ya estas cosas que se presentaban era parte de una rutina del tiempo; si unos galenos cubriendo su cuerpo de batas blancas, como una lucha de esas de sumo. Ya ni siquiera respondía, y yo sólo lograba ver unos pies callosos y unas uñas desaliñadas propias del rigor de la vejez.
Mi padre no era del todo viejo, tan sólo tenía 68 años de edad y aquella situación me puso a pensar, si quizás yo heredaría también esos males, igual que el destino misericordioso de Antígona la hija prodigiosa de Edipo Rey.
En un instante uno de los muchachos de blanco corrió apresurado llevando consigo unos pequeños tubos de ensayo llenos de una sangre oscura, su puesto muy pronto fue reemplazado por un joven aprendiz, que trajo consigo un pequeño coche y colocó sobre lo que podía ser el antebrazo de mi padre un brazalete que apretó con suma fuerza, enseguida una cinta milimétrica de papel salía aceleradamente de aquel equipo, alterna como las sensaciones y las vibraciones de mi corazón.
Nunca salí de aquella habitación, jamás los dos pacientes dejaron de observar con atención aquel amargo evento. Total, los pasillos eran habitaciones improvisadas que hospitalizaban en contra de la voluntad de los pacientes, muchas personas a lado y lado de los extremos del lúgubre lugar.
Mi hermano afuera del hospital contaba ovejas, no precisamente para dormir, sino para detener su irascible desespero, pues el conserje le negó la entrada de poder ver a su papá; y este ni corto ni perezoso partió el vidrio de una ventana, ante el asedio de unos curiosos que justificaban su accionar; para ese entonces mi esposa acordaba con el administrador del hospital, la cancelación del daño causado producto del rigor, y del desespero, en aquel hospital sin nombre, ubicado en el sur de la ciudad.
Para cuando dieron las 11:42 am, la sala de observación fue habilitada a una U.C.I. improvisada pues para fortuna de muchos los médicos fueron asertivos y oportunos en la atención. Papá abría sus ojos grises, y luego el color pálido de su piel se desvanecía lentamente, dando paso al tono negro que caracteriza su identidad, abandonando su palidez. Tal situación me dió un alivio que adormeció mi adrenalina. Lo vi una vez más con una serie de conexiones en todo el pecho, el sonido de los aparatos instalados parecía una disputa de batallas propias en los video- juegos. Sonrió y con ello pareció decirme que la había vencido una vez más a la muerte, convencidos así mismo, los médicos se retiraron del cuerpo, y tan sólo la médica aquella jovial y hermosa mujer, regulaba el seguro del dispositivo que contenía aún su destroza.
De la frente de papá, una gota de sudor corrió aceleradamente por su tabique, y ésta logró incrustársele sin que fuese evitado en su ojo izquierdo, y de pronto una lágrima dulce a mi gusto y parecer, significó compartir conmigo el éxito de su labor y empeño frente aquella situación de su vida.
La tranquilidad del momento fue circunstancial esta pareció durar una eternidad, pero tan sólo tardó 40 minutos, pues en medio del vaho frío de las salas, y entre quejidos y bambalinas, una señal de alerta reagrupó nuevamente el gran equipo médico, sólo que esta vez no era para atender la integridad física de mi padre, que a pesar del padecimiento de varias enfermedades se sonreía sin presagiar aún su futuro, ahora era el consultorio N.º 2, de cuyo interior salían unos quejidos ensordecedores que alteraban momentáneamente la paz emocional de mi interior.
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