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Por: Jorge Guebely
La prosperidad de Petro constituye la mejor bandera de Uribe. La usa para infundir miedo, aterrorizar con el mantra del castro-chavismo, envenenar incautos, fomentar polarización, consolidar los odios de clase y eternizar el conflicto armado. Infame bandera para ganar elecciones y perpetuarse en el poder.
La prosperidad de Uribe -siempre a favor de las elites, en contra de los excluidos- constituye la mejor bandera de Petro. La usa para generar miedos a la corrupta y fallida democracia elitista. Democracia para delincuentes de bien, terratenientes criminales, banqueros insaciables, ávidos empresarios, crueles militares y salvajes paramilitares. Verdadera plutocracia corrompida, apta para ganar contiendas electorales.
Uribe y Petro, dos rostros de un mismo fondo humano. Urgidos el uno del otro y el otro del uno. Opuestos y complementarios. Se repelen, pero se requieren. Se rechazan, pero se necesitan. La muerte de uno conlleva a la del otro. Distintos, pero semejantes; sus diferencias lingüísticas no borran su substancial caudillismo. Populista uno y elitista el otro; autócratas, los dos.
Ambos portan el antiquísimo espíritu absolutista, origen de esta Historia de guerras y masacres, de reyes y zares, faraones y emperadores. Reminiscencia del macho alfa entre los primates. Maldición que se extiende a nuestros días con los ortegas y bolsonaros, los mediocres maduros y duques: tiranuelos de la actual democracia fallida.
Atenazado entre dos extremos, “el centro” flota en lo desabrido. No despierta ningún fervor popular, tampoco proclama ninguna nueva consciencia humana. Sin atractivos, se fosiliza en la modorra, en la trivialidad política. Nada distinto a sus viejas costumbres electorales, al manojo deshilvanado de promesas tradicionales.
Sin deslumbrante caudillo, pierde la partida. Peor aún, la pierde por carecer de un modelo distinto de democracia. Uno para una etapa distinta, más cerca del ser humano, capaz de seducir y despertar fervor. Uno capaz de neutralizar nuestra “caudillopatía”. Curarnos de las adrenalinas que exacerban los caudillos, que nos transportan hasta el paroxismo, hasta hacernos estallar los peores instintos de la oscuridad humana.
Caudillos que, en Colombia, despiertan la locura de una estrella de rock, las esperanzas de un mesías, las ilusiones de un nuevo Cristo criollo. Vieja expresión cultural de pueblos gobernados desde siempre por caudillos vulgares o ilustrados. Pueblos tan adormecidos en la “caudillomanía” que aún no sienten la democracia en sus nervios, ni confían en sus propias fuerzas racionales, ni tocan a las puertas de la ciudadanía. No actualizan históricamente sus consciencias.
Desgraciadamente siguen vigentes para Colombia las palabras de Baruch Spinoza: “Los pueblos han logrado cambiar muchas veces de tiranos; mas, nunca suprimirlos”.
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