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Por: Antonio Cueto Aguas
La sabiduría popular nos enseña que el hombre por más ilustrado que sea, siempre resulta ignorante en algo, con ese criterio escribo esta columna, no pretendo posar ante los demás de infalible, solo busco aprender y en lo posible, transmitir la oportunidad a mis congéneres para que busquemos caminos que nos permitan mejorar nuestras falencias, que muchas veces nos acostumbramos tanto a ellas, que terminamos ignorándolas.
Cuantas veces hemos lanzado expresiones como: “a mí no me gusta que hablen de política” pero si me gusta que me escuchen mis temas religiosos, ¡cómo me encanta que todo el mundo me escuche hablar de deportes o de farándula! tenemos que partir de la base de que en la vida todo tiene su importancia, y tratándose de la persona humana, todos somos iguales y tenemos iguales derechos ante Dios y ante los demás hombres, muchas veces nuestra actitud de rechazo responde a la absoluta ignorancia que poseemos sobre ciertos temas y creemos que nuestro rechazo a los conocimientos que nuestros semejantes tienen, es una aptitud de personalidad, pero no, es un miedo al ridículo, por temor a no estar a la altura del tema tratado y con tales aptitudes solo mostramos nuestra propia mediocridad y miedo al conocimiento.
Cuando lo inteligente es recordar aquel principio de: “yo sé quién sabe lo que tú no sabes” y disponerse a aprender de todos los demás; escrito lo anterior, ahora si dispongámonos a aprender de José Ingenieros.
Quién piensa así: ” Mirar de frente al éxito, equivale a asomarse a un precipicio: se retrocede a tiempo o se cae en él para siempre. Es un abismo irresistible, como una boca juvenil que invita al beso, pocos retroceden. Inmerecido, es un castigo, un filtro que envenena la vanidad y hace infeliz para siempre; el hombre superior, en cambio, acepta como simple anticipación de la gloria, ese pequeño tributo de la mediocridad, vasalla de sus méritos. Se presenta bajo cien aspectos, tienta de mil maneras. Nace por un accidente inesperado, llega por senderos invisibles. Basta el simple elogio de un maestro estimado, el aplauso ocasional de una multitud, la conquista fácil de una hermosa mujer, todos se equivalen, embriagan lo mismo. Corriendo el tiempo, tomase imposible eludir el hábito de esta embriaguez; lo único difícil es iniciar la costumbre, como para todos los vacíos. Después no se puede vivir sin el tosigo vivificador y esa ansiedad atormenta la existencia del que no tiene alas para ascender sin la ayuda de cómplices y de pilotos. Para el hombre acomodaticio hay una incertidumbre absoluta: sus éxitos son ilusorio y fugaces por humillante que le haya sido obtenerlos. Ignorando que el árbol espiritual tiene frutos, se preocupa por cosechar la hojarasca; vive de lo aleatorio, acechando las ocasiones propicias. Los grandes cerebros ascienden por la senda exclusiva del mérito; o por ninguna. Saben que en las mediocracias se suelen seguir otros caminos; por eso no se sienten nunca vencidos, ni sufren de un contraste más de lo que gozan de un éxito; ambos son obras de los demás. La gloria depende de ellos mismos. El éxito les parece un simple reconocimiento de su derecho, un impuesto de admiración que se le paga en vida. Taine conoció en su juventud el goce del maestro que ve concurrir a sus lecciones un tropel de alumnos; Mozart ha narrado las delicias del compositor cuyas melodías vuelven a los labios del transeúnte que silba para darse valor al atravesar de noche una encrucijada solitaria; Musset confiesa que fue una de sus grandes voluptuosidades oír sus versos recitados por mujeres bellas; Castelar comentó la emoción del orador que escucha el aplauso frenético tributado por miles de hombres. El fenómeno es común, sin ser nuevo. Julio César, al historiar sus campiñas, trasunta la ebriedad salvaje del que conquista pueblos y aniquila hordas; los biógrafos de Beethoven, narran su impresión profunda cuando se volvió a contemplar las ovaciones que su sordera le impedía oír, el entrenar la ” novena sinfonía “; Stendhal ha dicho, con su ática Grecia original, las fruiciones del amador afortunado que ve sucesivamente a sus pies, temblorosas la fiebre y ansiedad, a cien mujeres. El éxito es benéfico si es merecido; exalta la personalidad, la estimula. Tiene otra virtud: destierra la envidia, punzonado incurable en los espíritus mediocres. Triunfar a tiempo, merecidamente, es el más favorable rocío para cualquier germen de superioridad moral. El triunfo es un bálsamo de los sentimientos, una lima eficaz contra las esperanzas del carácter. El éxito es el mejor lubricante del corazón; el fracaso es su más urticante corrosivo.
Mi próxima columna: ” La Popularidad o la Fama suelen dar transitoriamente la ilusión de la Gloria “.
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