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Por: Antonio M. Cueto Aguas.
Segunda parte.
Hoy ponemos a consideración de nuestros amables lectores, la última parte de la columna periodística: “UN IDEALISMO FUNDADO EN LA EXPERIENCIA”, en esta concepción literaria y humanista, el autor de la obra “El hombre mediocre” hace una brillante exposición entre la importancia de los ideales y la experiencia, se refiere a la necesidad de que el hombre y con él las sociedades, sean evolutivos, afirma que la ausencia de ideales en el hombre es sinónimo de mediocridad.
Una sociedad sin ideales, es una sociedad sin futuro, una sociedad que le teme a las ideas progresistas es una sociedad que permanecerá estancada en su propia mediocridad, al contrario, una sociedad que no les teme a los riesgos, es una sociedad llamada a una evolución incuestionable.
Desde el comienzo de mis escritos lo dije, la idea de estas columnas, es hacerle un llamado a nuestros amados y respetados lectores, para que se autoanalicen y concluyan que tan útiles le están siendo a nuestra sociedad, si sus sueños son sus propios sueños, y en lo más profundo de su ser, albergan ilusiones por las cuales luchar y lo más importante, si guerrean por lograr ese caro sueño, o si prefieren como lo hemos dicho muchas veces: “ser el eco de la voz ajena”. Continúen ustedes el hilo del pensamiento de José Ingeniero:
“Y es más estrecha, aún, la tendencia a confundir el idealismo, que se refiere a los ideales, con las tendencias metafísicas que así se denominan porque consideran a las “ideas” más reales que la realidad misma, o presuponen que ellas son la realidad única, forjada por nuestra mente, como en el sistema hegeliano. “Ideólogos” no puede ser sinónimo de “idealistas”, aunque el mal uso induzca a creerlo.
No podríamos restringirlo al pretendido idealismo de ciertas escuelas estéticas, porque todas las maneras del naturalismo y del realismo pueden constituir un ideal de arte, cuando sus sacerdotes son Miguel Ángel, Ticiano, Flauberto Eagner, el esfuerzo imaginativo de los que persiguen una ideal armonía de ritmos, de colores, de colores, de líneas o de sonidos, se equivale, siempre que su obra transparente un modo de belleza o una original personalidad.
No le confundiremos, en fin, cierto idealismo ético que tiende a monopolizar el culto de la perfección en favor de alguno de los fanatismos religiosos predominantes en cada época, pues sobre no existir un único e inevitable Bien ideal, difícilmente cabría en los catecismos para mentes obtusas. El esfuerzo individual hacia la virtud pue de ser tan magnífica mente concebido y realizado por el peripatético como por el cirenaico, por el cristiano, como por el epicúreo, pues todas las teorías filosóficas son igual mente incompatibles con la aspiración individual hacia el perfeccionamiento humano. Todos ellos pueden ser Idealistas, si saben iluminarse en su doctrina; y en todas las doctrinas pueden cobijarse dignos y buscavidas, virtuosos y sin vergüenzas. El anhelo y la posibilidad de la perfección no es patrimonio de credo; recuerda el agua de aquella fuente, citada por platón, que no podía contenerse en ningún vaso.
La experiencia, sólo ella, decide sobre la legitimidad de los ideales, en cada tiempo y lugar. En el curso de la vida social se seleccionan naturalmente; sobreviven los más adaptados, los que mejor prevén el sentido de la evolución; es decir, los coincidentes, con el perfeccionamiento efectivo. Mientras la experiencia no da su fallo, todo ideal es respetable, aunque parezca absurdo. Y es útil por su fuerza de contraste; si es falso muere solo, no daña. Todo ideal, por ser una creencia, puede contener una parte de error, o serlo totalmente; es una visión remota y, por lo tanto, expuesta a ser inexacta. Lo único malo es carecer de ideales, y esclavizar a las contingencias de la vida práctica inmediata, renunciando a la posibilidad de la perfección moral.
Cuando un filósofo enuncia ideales, para el hombre o para la sociedad, su comprensión inmediata es tanto más difícil cuanto más se elevan sobre los prejuicios y el palabrerismo convencionales en el ambiente que le rodea; lo mismo ocurre con la verdad del sabio y con el estilo del poeta. La sanción ajena es fácil para lo que concuerda con rutinas secularmente practicadas; es difícil para lo que concuerda con rutinas secularmente practicadas; es difícil cuando la imaginación no pone mayor originalidad en el concepto o en la forma.
Ese desequilibrio entre la perfección concebible y la realidad practicable, estriba en la naturaleza misma de la imaginación, rebelde al tiempo y al espacio. De ese con traste legítimo no se infiere que los ideales lógicos, estéticos o morales deban ser contradictorios entre sí, aunque sean heterogéneos y marquen el paso a desigual compás, según los tiempos: no hay una verdad amoral o fea, ni fue nunca la belleza absurda o nociva, ni tuvo el bien sus raíces en el error o la desarmonía. De otro modo concebiríamos perfecciones imperfectas.
Los caminos de perfección son convergentes. Las formas Infinitas del ideal son complementarias: jamás contradictorias, aunque lo parezca. Si el ideal de la ciencia es la verdad, de la moral, el bien y del arte la belleza, formas preeminentes de toda excelsitud, no se concibe que puedan ser antagonistas.
Los ideales están en perpetuo devenir, como las formas de la realidad a que se anticipan. La imaginación los construye observando la naturaleza, como un resultado de la experiencia; pero una vez formados ya no están en ella, son anticipaciones de ella, viven sobre ella para señalar su futuro. Y cuando la realidad evoluciona hacia un ideal antes previsto, la imaginación se aparta nuevamente de la realidad, evoluciona hacia un ideal antes previsto, la imaginación se aparta nuevamente de la realidad, aleja de ella al ideal, proporcionalmente. La realidad nunca puede igualar el ensueño en esa perpetua persecución de la quimera. El ideal es un “límite”: Toda realidad es una “dimensión variable” que puede acercársele indefinidamente, sin alcanzarlo nunca. Por mucho que lo ” variable” se acerque a su “límite”, se concibe que podría acercársele más; sólo se confunde en el infinito.
Todo ideal es siempre relativo a una imperfecta realidad presente. No los hay absolutos. Afirmarlo implicaría abjurar de su esencia misma, negando la posibilidad Infinita de la perfección. Erraban los viejos moralistas al creer que en el punto donde estaba su espíritu en ese momento, convergían todo el espacio y todo el tiempo; para la ética moderna, libre de esa grave falacia, la realidad de los ideales es un postulado fundamental. Sólo poseen un carácter común: su permanente transformación hacia perfeccionamientos ilimitados.
Es propia de gentes primitivas toda moral cimentada en supersticiones y dogmatismos.
Y es contraria a todo idealismo, excluyente de todo ideal. En cada momento y lugar la realidad varía; con esa variación se desplaza el punto de referencia de los ideales. Nacen y mueren, convergen o se excluyen, palidecen o se acentúan; son, también ellos, vivientes como los cerebros en que germinan o arraigan en un proceso sin fin. No habiendo un esquema final e insuperable de perfección, tampoco lo hay de los ideales huma nos. Se forman por cambio incesante; evolucionan siempre; su palingenesia es eterna.
Esa evolución de los ideales no sigue un ritmo uniforme en el curso de la vida social ó individual. Hay climas morales, horas, momentos, en que toda una raza, un pueblo, una clase, un partido, una secta concibe un ideal y se esfuerza por realizar lo. Y los hay en la evolución de cada hombre, aisladamente considera do.
Hay también climas, horas y momentos en que los ideales se murmuran apenas ó se callan: la realidad ofrece inmediatas satisfacciones a los apetitos y la tentación del hartazgo ahoga todo afán de perfección.
Cada época tiene ciertos ideales que presienten mejor el porvenir, entrevistos por pocos, seguidos por el pueblo o ahogados por su indiferencia, ora pre destinados a orientarlo como polos magnéticos, ora a quedar latentes hasta encontrar la gloria en momento y clima propicios. Y otros ideales mueren, porque son creencias falsas: ilusiones que el hombre se forja acerca de sí mismo o quimeras verbales que los ignorantes persiguen dando manotadas en las sombras.
Sin ideales sería inexplicable la evolución humana. Los hubo y los habrá siempre. Palpitan detrás de todo esfuerzo magnífico realizado por un hombre o por un pueblo. Son faros sucesivos en la evolución mental de los individuos y de las razas. La imaginación los enciende sobrepasando continuamente a la experiencia, anticipándose a sus resultados. Esa es la ley del devenir humano: Los acontecimientos, yermos de su yo para la mente humana, reciben vida y calor de los ideales, sin cuya influencia yacerían inertes y los siglos serían mudos. Los hechos son puntos de partida; los ideales son faros luminosos que de trecho en trecho alumbran la ruta. La historia de la civilización muestra una Infinita inquietud de perfecciones, que grandes hombres presienten, anuncian o simbolizan. Frente a esos heraldos, en cada momento de la peregrinación humana se advierte una fuerza que obstruye todos los senderos: la mediocridad, que es una incapacidad de ideales.
Así concebido, conviene reintegrar el idealismo en toda futura filosofía científica. Acaso parezca extraño a los que usan palabras sin definir su sentido y a los que temen complicarse en las logomaquias de los verbalistas.
Definido con claridad, separado de sus malezas seculares, será siempre el privilegio de cuantos hombres honran, por sus virtudes, a la especie humana. Como doctrina de la perfectibilidad, superior a toda afirmación dogmática, el idealismo ganará, ciertamente. Tergiversado por los miopes y los fanáticos se rebaja. Yerran los que miran al pasado, poniendo el rumbo hacia pre juicios muertos y vistiendo al idealismo con andrajos que son su mor taja; los ideales viven de la verdad, que se va haciendo; ni puede ser vital ninguno que lo contradiga en su punto del tiempo. Es ceguera oponer la imaginación de lo futuro a la experiencia de lo presente, el ideal a la verdad, como si conviniera apagar las luces del camino para no desviarse de la meta. Es falso; la imaginación y la experiencia van de la mano, solas no andan.
Al idealismo dogmático que los antiguos meta físicos pusieron en las “ideas” absolutas y apriorísticas, oponemos un idealismo experimental que se refiere a los “ideales” de perfección, incesantemente renovados, plásticos, evolutivos como la vida misma”.
Esperen en nuestra próxima columna: “LOS TEMPERAMENTOS IDEALISTA”.
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