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Por: Antonio Cueto Aguas.
En criterio del Médico siquiatra y Psicólogo, la sociedad está dividida entre Genios, mediocres e imbéciles, pero estos últimos los equipara en igual nivel mental, con respecto al genio, considera Ingenieros: que el genio sin importar su escuela filosófica, o concepción política, es hostil a la mediocridad. Piensa que los mediocres, encuentran una justificación en todo lo que existe por necesidad. Cree en la existencia del Espíritu Conservador o rutinario y el espíritu original o de rebeldía y que en su criterio son las dos fuerzas que luchan dentro de la sociedad.
Sin embargo, él tiene claro que el mundo no podría existir sin las dos fuerzas, esto es, sin la mediocridad y la rebeldía, porque piensa él, que la primera es la que va embarcada cómoda mente en el carro y la segunda es la fuerza que empuja ese vehículo, que es el mundo o sociedad.
En su criterio, esas diferencias divisorias de la sociedad, no deben ser causales para que existan controversias insuperables, dado que todos necesitan de todos y por ello debe existir un espíritu colaborador o cooperador, para la realización de una obra única, aunque compleja, pero que es para el común vivir. Leamos entonces a José Ingenieros:
“Todo lo que existe es necesario. Cada hombre posee un valor de contraste, si no lo tiene de afirmación; es un detalle necesario en la Infinita evolución del proto‐hombre al super-hombre. Sin la sombra ignoraríamos el valor de la luz. La infamia nos induce a respetar la virtud; la miel no sería dulce si el acíbar no enseñara paladear la amargura; admiramos el vuelo del águila porque conocemos el arrastramiento de la oruga; encanta más el gorjeo del ruiseñor, cuando se ha escucha do el silbido de la serpiente. El mediocre representa un progreso comparado con el imbécil, aunque ocupa su rango si lo comparamos con el genio; sus idiosincrasias sociales son relativas al medio y al momento en que actúa. De otra manera, si fuera intrínsecamente inútil, no existiría la se lección natural, habríale exterminado. Es necesario para la sociedad, como las palabras lo son para el estilo. Pero no bastaría, para crearlo, alinear todos los vocablos que tacen en el diccionario; el estilo comienza donde apare ce la originalidad individual.
Todos los hombres de personalidad firme y de mente creadora, sea cual fuere su escuela filosófica o su credo literario, son hostiles a la mediocridad. Toda creación es un esfuerzo original; la historia conserva el nombre de pocos iniciadores y olvida a Inúmeros secuaces que los imitan. Los visionarios de verdades nuevas, los apóstoles de moral, los innovadores de belleza ‐desde Renán y Hugo hasta Guayau y Flaubert‐, la miran como un obstáculo con que el pasado obstruye el advenimiento de su labor renovadora.
Ante la moral social, sin embargo, los mediocres encuentran una justificación, como todo lo que existe por necesidad. El eterno contraste de las fuerzas que pujan en las sociedades humanas, se traduce por la lucha entre dos grandes actitudes, que agitan la mentalidad colectiva; el espíritu Conservador o rutinario y el espíritu original o de rebeldía.
Bellas páginas le consagraron Dorado. Cree imposible dividir la humanidad en dos categorías de hombres, los unos rebeldes en todo y los otros en todo rutinarios; si así fuera, no sabrá decirse cuáles interpretan mejor la vida. No es factible un vivir inmóvil de gente todas conservadoras, ni lo es un inestable aje treo de rebeldes e insumisos, para quienes nada existente sea bueno y ningún sendero digno de seguirse. Es verosímil que ambas fuerzas sean igualmente imprescindibles. Obligados a elegir, ¿daríamos preferencia a una actitud conservadora? La originalidad necesita un contrapeso robusto que prevenga sus excesos; habría ligereza en fustigar a los hombres metódicos y de paso tardío, si ellos constituyeran los tejidos socia les más resistentes, soporte de los otros. Lo mismo que en los organismos, los distintos elementos sociales se sirven mutuamente de sostén; en vez de mirarse como enemigos debieran considerarse cooperadores de una obra única, pero complicada. Si en el mundo no hubiera más que rebeldes, no podría marchar; tornaráse imposible la rebeldía si faltara contra quien rebelarse. Y, sin los innovadores, ¿Quién empujaría el carro de la vida sobre el que van aquellos tan satisfechos? En vez de combatirse, ambas partes debieran entender que ninguna tendría motivo de existir como la otra no existiese El Conservador sagaz puede ben decir al revolucionario, tanto como éste a él. He aquí una nueva base para la tolerancia; cada hombre necesita de sus enemigos.
Si tuvieran igual razón de ser los imitadores y los originales, como arguye el pensador español, su justificación estaría hecha. Ser mediocre no es una culpa; siéndolo, su conducta es legítima. ¿Aciertan los que sacan a su vida el mayor jugo y procuran y procuran pasar lo mejor posible sus cortos días sobre la Tierra, sin consagrar una hora a su propio perfeccionamiento moral, sin preocuparse de sus prójimos ni de las generaciones posteriores? ¿Es pecado obrar de ese modo? ¿Pecan, tal vez, los que piensan en sí y viven y para los demás; los abnegados y los abstruistas, los que sacrifican sus goces y fuerzas en beneficio ajeno, renunciando a sus comodidades y aún a su vida, ¿cómo suele ocurrir? Por indefectible que sea pensar en el mañana y dedicarle cierta parte de nuestros esfuerzos, es imposible dejar de vivir en el presente, pensando en él, siquiera en parte. Antes que las generaciones venideras están las actuales; otrora fueron futuras y para ellas trabajaron las pasadas.
Este razonamiento, aunque un tanto San Chesco, sería respetable, si colocaramos el problema en el terreno abstracto del hombre extra social, es decir, fuera de toda sanción presente y futura. Evidentemente, cada hombre es como es y no podría ser de otra de otra manera; haciendo abstracción de toda moralidad, tendría tan poca culpa de su delito el asesino como de su creación el genio. El original y el rutinario, el holgazán y el laborioso el malo y el bueno, el generoso y el avaro, todos lo son a pesar suyo; no lo serían si el equilibrio entre su temperamento y la sociedad lo impidieran.
¿Por qué entonces, la humanidad admira a los santos, a los genios y a los héroes, a todos los que inventan, enseñan o plasman, a los que piensan en el porvenir, lo encarnan en un ideal o forjan un imperio, a Sócrates y a Cristo, a Aristóteles y a Bacón, a Cesar y a Washington los aplauden, Porqué toda la sociedad tiene, implícita, una moral, una tabla propia de valores que aplica para juzgar a cada uno de sus componentes, no ya según las conveniencias individuales, sino su utilidad social. En cada pueblo y en cada época la medida de lo excelso está en los ideales de perfección que se denominan: genio, heroísmo y sanidad”.
Espere la segunda parte de nuestra próxima columna: “El ESPIRITO CONSERVADOR”
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