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Por: Jaime Colpas Gutiérrez, cronista e historiador
En el monumental y patrimonial templo del barrio Abajo erigido en 1929 cuando esta barriada estaba habitada por familias de navegantes, obreros, artesanos y pescadores, el cual colindaba con mi humilde barriada de la Cueva de Montecristo, el viernes 7 a las 11 y 10 am., se desarrolló la misa solemne en honor al Sagrado Corazón con un templo lleno en su totalidad, la cual fue desarrollada por el arzobispo de la arquidiócesis Pablo Emiro Salas, el párroco de la iglesia Jaime Román, el nuevo obispo auxiliar de Barranquilla Edgar Mejía, el presbítero Elmis del Cristo y el padre de la iglesia de la Misericordia Mauricio Rey.
Fue una misa solemne con un ritual impecable, dónde el Monseñor Salas dio un excelso y largo discurso comparativo de la tesis peyorativa de que “Colombia es el país del Sagrado Corazón, lo cual si fuera cierto, la nación no estuviera tomada por la violencia, corrupción, narcotráfico, inseguridad y pobreza, ya que hace falta un corazón bondadoso y amoroso como el de Jesús”.
El ritual solemne estuvo bien ambientado por los sonados cantos litúrgicos en medio de un templo engalanado por la hermosa decoración floral del altar y monumento al Sagrado Corazón y una feligresía muy comprometida con la celebración.
A las siete de la noche, después de la misa de seis desarrollada por el párroco Román, salió la escultural reliquia del Sagrado Corazón, adornada por llamativos arreglos de hermosas rosas policromáticas.
Allí fue Troya, ya que la algarabía de un inmenso gentío de seguidores empezaron el recorrido en procesión por las calles del barrio Abajo y Montecristo, donde los cargueros bamboleaban el monumento de Jesús al son del pasodoble interpretado por la banda música con ritmo y frenesí hasta su electrizante regreso al templo, lo cual me hizo recordar que esta revitalización de la novena y fiesta patronal liderada por el carisma, organización y sencillez que le ha imprimido el p
adre Jaime Román Sepulveda y su grupo de servidores y cantores es una fotografía reducida de la eufórica celebración de las fiestas patronales del Sagrado Corazón que se vivieron en los años sesenta del pasado siglo.
Cuando más de cincuenta mil personas se congregaban a lo largo del 7 de junio en la avenida La María y Felicidad, al cual iban las autoridades del municipio y organizadores para ver carreras de ciclismo, atletismo, sacos, juegos de azar y vara de premio que instalaba la popular Petra, “la boca Torcida” de mi barrio de Montecristo.
La iglesia quedaba pequeña en los horarios de misa y cientos de personas observaban la homilía desde las puertas, y más aún cuando salía la procesión miles de personas acompañaban al santo patrono por las aún arenosas calles del barrio Abajo y Montecristo.
Por la noche en el parquecito de mi barrio cerca al estadio Tomás Arrieta, hoy el modernizado Edgar Rentería, se congregaban cientos de vecinos para presenciar el estallido de un gran castillo pirotécnico, dónde alocados buscapiés me hacían correr de miedo cuando aún era niño a mediados de los sesenta, y a ésa festividad iba en compañía de la prima jóven Edith Caro, hoy octogenaria y creadora de los disfraces de Estercita y la Negra frutera, y de su hijo q.e.p.d. Freddy de la Rosa, mi mejor amigo de infancia y adolescencia y mi hermano Raúl.
En estás festividades religiosas aprendí el espíritu de jolgorio que el pueblo barranquillero impregnaba en cada temporada de carnaval en los años sesenta, y las fiestas patronales del Sagrado Corazón hacia finales de los cambiantes ochenta fueron perdiendo fuerza social, y la ley Emiliani Román le dio su estocada final, ya que la celebración pasó al lunes próximo y el día del Sagrado Corazón se volvió laboral para la alocada feligresía.
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