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Por. César Gamero De Aguas
Lo último que recuerdo de Maicol Armas fue su mirada vacía y perdida en un estrecho cubículo al cual tenía derecho un mes antes de su ejecución. En esta ocasión no tenia el tradicional overol color naranja, sino uno beige que lo identificaba como un reo más de la prisión estatal de San Quintín en California, que esperaba el cumplimiento de su ejecución. Para ese entonces California atravesaba un seco verano y un calor excesivo que ahogaba, era un junio diferente de esos que dejan momentos inolvidables y que hoy se permiten ser redactados con rigor. La autorización para llevar a cabo lo que sería la última entrevista no fue nada fácil, para entonces Maicol sufría de ciertas crisis depresivas que le imposibilitaban concentrarse fijamente, ante una inminente cuenta regresiva al día y hora de su ejecución, con la tradicional inyección letal. El director de la cárcel un exSeal de la Marina Norteamericana con vicios de severidad, austero, de mirada recia y penetrante, autorizó la charla, advirtiendo que esta no debía sobrepasar los 45 minutos, teniendo en cuenta la situación médica y mental del reo. Me conmocionó observar a un Maicol desencajado, agotado y distante de aquel que logré entrevistar posterior al hecho que generó su condena a la pena de muerte, ya hacía 38 años atrás. En la cárcel de San Quintín completaba ya 12 años de prisión y se aferraba a la muerte para liberarse no solo de la tormenta incesante de juicios que rondaban por su mente cada noche, sino liberarse del sufrimiento físico que padecía en aquel funesto recinto. De por sí ya era un paciente hipertenso, sufría de otitis, la diabetes lo perseguía sin descanso y últimamente padecía cuadros depresivos que lo sumergían en una paranoia incontrolable. Me dijo con una voz entrecortada que pude leer por la gesticulación de sus labios que llevaba varios días sin conciliar el sueño, que no estaba comiendo bien, pues un olor en su celda lo tenia atormentado y este le producía una serie de vómitos que aceleraban su perdida inevitable de peso. Sus manos temblaban al sujetar la bocina que nos comunicaba, y ante la mirada de un guardia de seguridad que no lo perdía de vista, decidió atender sin tapujos esta corta entrevista. ¡Quizás tú eres el ángel que esperaré con alegría allá en ese nuevo hogar! -Me dijo.
Aún insistía con cierta vehemencia, que no tuvo nada que ver en aquellos asesinatos de los Watts. Había nacido en el seno de un hogar disfuncional en el estado de Tamaulipas en México, su padre un albañil experimentado había quedado inválido a causa de un accidente laboral, después de caer de una gran altura en una edificación en construcción. Su padre había fallecido muy joven a raíz de todo esto y nunca recibió una justificada indemnización. Ante esto su madre se vio obligada a vender dulces en una zona comercial de la ciudad. Maicol el mayor de cuatro hermanos y dos hermanas, creció sin el afecto paternal, aprendió muy rápido los vicios de la calle, hasta cuando su madre agobiada por el futuro poco prometedor de su hijo, decidió entregarlo sin pensarlo dos veces a un “Coyote”, que pasaba inmigrantes por el ya conocido Hueco a Estados Unidos. El arribo fue desesperante, lleno de vicisitudes propias de los inmigrantes, su primer y único trabajo fue siendo Delivery, en un pequeño restaurante en el estado de Oklahoma. Sin embargo, los hechos sangrientos se dieron en Mooreland, una pequeña comunidad perteneciente al condado de Woodward, para entonces Woodward era una ciudad tranquila de más de 1600 habitantes, donde un 15,2% eran mayores de 65 años de edad o más. Sus calles amplias adornadas con andenes que rodean muchos edificios las hace de alguna manera particular. La Avenida Woodward, muy popular por albergar restaurantes reconocidos que han tenido una distinción por parte de Hollywood, así mismo, la ciudad posee un amplio mercado automotriz. La tierra que fue azotada por un fuerte tornado en el año 1947, y que su paso por este lugar dejó más de 180 muertos, fue testigo directo de un horrendo crimen. ¡Si señores!, así como lo leen, un crimen desproporcionado la noche de un viernes 14 de febrero de 1986. Los Watts, una pareja de ancianos de 72 años serian vilmente asesinados. Andrew Watts, un veterano militar de incontables batallas y su esposa Nora. Ambos habían decidido vivir sus últimos días en esa comunidad tiempo después de pensionarse y huirle también al bullicio y al desenfreno en el cual ya se veía sumergida la ciudad.
Según el peritaje forense ambos cuerpos (Andrew 72 y Nora de 68), recibieron más de 70 puñaladas. “No le dieron la oportunidad de defenderse”- dijeron las noticias en su momento. Los cuerpos de los Watts quienes fueron unidos hasta el final de sus días quedaron tendidos en la misma cama que compartieron durante muchas décadas, entre una laguna de sangre. La habitación de tonos claros se tornó en una escena dantesca, un desorden generalizado que evidenció un salvajismo desmedido. Los tres jóvenes no tuvieron piedad en aquel ataque brutal. Precisamente lo que Maicol Armas recuerda de aquella oscura noche fue el haber consumido grandes cantidades de alcohol y drogas sintéticas. “Total era muy joven”- Señaló.
Sus otros dos amigos, Marlon Fuentes de 24 años al momento del crimen y Daniel Soto de 26, lo invitaron disfrutar en su día de descanso desatándose una decisión que culminó con la muerte de los Watts y el abatimiento de Marlon y Daniel a manos de la policía al oponer resistencia y la aprehensión de Maicol que en las primeras fotografías después de su detención se veía abstraído, sorprendido, exhausto, nervioso, frente a un nutrido grupo de periodistas que esgrimían sus flash en busca de poder documentar el caso.
“No recuerdo muchas cosas, no creo haber hecho eso”-Decía y se mantuvo en esa postura hasta el último día de su ejecución. El pasado tortuoso de su niñez llegaba a un triste fin, el sueño americano con el cual fue embrujado terminó siendo un final desolador que enlutó a muchas familias, y una comunidad que hasta hoy en día tranca sus puertas. La escena atroz lo manifestó todo, tres jóvenes drogados ingresaron a la casa por la parte de atrás y atacaron con filosos cuchillos de acero a la pareja de ancianos, que ya se hallaban dormidos. “Fue un asalto desmedido, sin control, con evidente sevicia, no tiene perdón de Dios” Sostuvo Jhon Watt, único hijo del matrimonio que residía en Oregón y estuvo presente en el lugar de la ejecución. Maicol seguía en su trance, desistió la atención de un sacerdote local. “Eso ¿para qué? total ya estoy muerto en vida, solo puedo decir que no lo hice, pero ya eso no importa amigo, ya deseo que todo esto acabe pronto”-Puntualizó. Manifestó además que había solicitado solo un helado de nueces de macadamia, “son sabrosos me gusta masticar las nueces”.
Es una tristeza que ningún familiar mío haya vendo a esta fiesta de venganzas-siguió narrando. “Pronto vendrán a mi ejecución y pronto estaré liberado”. Se refería así al grupo encargado de las ejecuciones.
No deseo un funeral de llanos, llamaba así a las ONGs que se oponen a este tipo de ejecuciones y a las damas que hacen trabajo social, estas seguían su caso y hasta el último momento intentaron impedir su ejecución. Se despidió de mi con una sonrisa fingida, disimulando o mejor intentando disimular su miedo, que ya era más que evidente. Su rostro de tristeza aun reposa en mi memoria, el pensar que una decisión cruel como esas fuera determinante en el desenlace fatal de su vida. Maicol no escribió ninguna nota para nadie, fue mezquino, sociópata, soberbio, vanidoso, locuaz, manipulador, me cuesta trabajo asimilar cómo adquirió tales antivalores, tanta maldad en un espacio de tiempo irreversible. Su madre falleció días siguientes a su ejecución a causa de un paro cardiaco, de ella solo supe lo que Maicol me contó; “Solo fue una madre de nombre, sin sentimientos y también de olvido”. El tiempo una vez más corto se agotó y Maicol fue conducido a su celda, ya no dialogaría más de su crimen, ya era un muerto en vida como lo había afirmado, ya no era él, era otro más que perecía víctima del descontrol dejando unas memorias de tristeza y de melancolía, atrás quedó el niño travieso que recorría descalzo las calles polvorientas de Tamaulipas, atrás quedó una familia cargada de sueños, una ejecución prescindible que termina siendo una venganza del Estado, de toda una sociedad que se alimenta del dolor, del dolor mismo que representa perder la vida, en este contexto , en una sociedad nefasta , analfabeta de sentimientos donde pulula precisamente las incomprensiones y la irracionalidad.
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