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Por: Alejandro Blanco Zúñiga
En su obra El país de las emociones tristes, de Mauricio García Villegas, señala con claridad que “Durante mucho tiempo se pensó que el debate público era un asunto de ideas, de argumentos y razones. Algo de eso hay, claro, pero las ciencias de la mente han mostrado que lo esencial no está allí, sino en las emociones y que su estudio ayuda, quizás más que los crudos hechos históricos, a dilucidar el destino que corren las sociedades” (p. 24). Mas adelante continua “Mi hipótesis es que aquí los sentimientos que alimentan a cada agrupación política han estado plagados de emociones tristes, sobre todo de miedos, odios, venganzas, no-reconocimientos, envidias, etc.” (p. 161).
En Colombia, las palabras pesan más que los hechos, pero no porque sean más verdaderas, sino porque son más rápidas. En los días posteriores al lamentable y execrable atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, no solo vimos una ola de condenas sumada a reacciones viscerales, sino también el despliegue de una narrativa peligrosa que deriva del uso estratégico del lugar de la víctima. No es solo el hecho violento lo que marca la coyuntura, sino lo que se construye en torno a él. Y ahí, las declaraciones de Álvaro Uribe Vélez y Vicky Dávila son por lo menos oportunistas.
Uribe afirmó que cuerpos de inteligencia extranjeros le habían advertido sobre un plan para atentar contra su vida. No citó fuentes oficiales, ni ofreció detalles verificables. Dávila, por su parte, aseguró que un militar colombiano en funciones le habría informado sobre la existencia de amenazas contra ella, provenientes —supuestamente— del mismo grupo armado involucrado en el atentado a Miguel Uribe. Ambos personajes se ubican así en un lugar delicado: el de las “próximas víctimas”. Y lo hacen sin acudir a los canales institucionales, sino por vía mediática o personal.
Más allá de la gravedad de los hechos, lo que alarma es el patrón.
Estamos ante lo que podríamos llamar una competencia simbólica por el estatus de víctima legítima, un lugar que otorga no solo empatía social, sino también autoridad discursiva y blindaje moral. En un contexto de polarización, ser víctima no es simplemente haber sido herido; es ocupar una posición que desactiva la crítica y permite hablar desde un pedestal incuestionable. La víctima, en el juego de la política simbólica, no solo sufre: también representa, acusa y legitima.
No es un fenómeno nuevo. Ya en los estudios de Ernesto Laclau se advertía sobre el uso de la victimización como un mecanismo de articulación populista. Y Didier Fassin ha escrito ampliamente sobre “la razón humanitaria” y cómo ciertas vidas logran ser reconocidas como dignas de duelo, mientras otras quedan fuera del marco de la sensibilidad pública. En este caso, lo que vemos no es simplemente el reclamo de protección, sino la utilización política del miedo como forma de capital.
La polarización cumple aquí un papel estructural. Lejos de ser un accidente del sistema, funciona como un recurso discursivo que convierte la diferencia política en enemistad moral. No se debate con el adversario: se lo deslegitima, se lo señala como peligro, se lo coloca fuera del marco democrático. En este escenario, el lenguaje se vuelve hostil, las emociones sustituyen a los argumentos, y la construcción del “otro” como amenaza se vuelve indispensable para cohesionar la propia base.
Curiosamente, quienes más denuncian la polarización son también quienes más se benefician de ella. En lugar de contribuir a desescalar el conflicto, refuerzan la lógica de bandos cerrados, muchas veces a través de insinuaciones sin prueba o de relatos vagos que no pueden ser contrastados públicamente. Aquí es donde el papel de los medios y de las redes sociales se vuelve fundamental: amplifican versiones no confirmadas, replican discursos emotivos, y hacen que el hecho de “decir que se dijo” tenga más peso que lo que efectivamente ocurrió.
Pero el problema no se queda en lo simbólico. Lo que resulta aún más preocupante es la disfunción institucional que estos discursos revelan o, peor, alimentan. ¿Desde cuándo los servicios de inteligencia operan a través de advertencias informales y selectivas? ¿Cómo se explica que actores extranjeros informen primero a líderes políticos antes que a las autoridades competentes? ¿En qué momento se normalizó que figuras públicas accedan a información sensible fuera de los cauces institucionales? Si lo que Uribe dice es cierto, la soberanía nacional está comprometida. Si no lo es, estamos ante una peligrosa manipulación discursiva del miedo.
Lo mismo aplica para la afirmación de Vicky Dávila. Que un oficial militar entregue información de inteligencia directamente a una figura política o mediática, sin canal institucional, compromete la legitimidad del aparato de seguridad. Y si no hay tal información —o si ha sido distorsionada—, la situación es aún más grave: la inteligencia se convierte en rumor, y el rumor, en herramienta de presión política.
Por todo esto, no se trata solo de una disputa sobre los hechos, sino sobre los marcos desde los cuales esos hechos se interpretan. Estamos presenciando una espiral descendente en la calidad del debate democrático, donde la emocionalidad sustituye a la prueba, la urgencia reemplaza a la prudencia, y la palabra “víctima” se convierte en título estratégico, más que en categoría ética.
En esta espiral, cada vuelta profundiza el conflicto. Primero, el hecho violento. Luego, la interpretación interesada. Después, la ampliación del miedo. Finalmente, el uso político del temor como forma de movilización. Esta lógica no es lineal: es acumulativa, circular y corrosiva. La víctima deja de ser un sujeto de derechos para convertirse en arma de legitimación.
¿Qué nos queda entonces? Reivindicar la necesidad de instituciones fuertes, capaces de canalizar el conflicto sin entregarse al espectáculo. Exigir prudencia a quienes manejan información sensible. Recordar que la política democrática no puede construirse sobre la sospecha permanente, ni sobre el uso instrumental del dolor.
Y, sobre todo, reconocer que las verdaderas víctimas de la violencia —las que no tienen micrófono, ni cámara, ni acceso a “fuentes de inteligencia”— no suelen aparecer en el centro del debate. Quizá porque su sufrimiento no sirve a ningún relato.
Aun (10 de junio 2025) golpe no hay, pero si hay síntomas.
La decisión de ocho partidos políticos de no reconocer al presidente Gustavo Petro como garante del proceso electoral, de negarse a asistir a una comisión convocada por él, y de solicitar que la Procuraduría —un órgano sin competencia electoral— asuma funciones que no le corresponden, no constituye un golpe de Estado en el sentido clásico. Pero sí representa un preocupante debilitamiento del orden institucional y una peligrosa mutación del conflicto político hacia formas de deslegitimación estructural.
Lo que está en juego no es solo una consulta popular. Lo que está en disputa es la posibilidad misma de que la política se resuelva dentro del marco constitucional. Al desconocer al Ejecutivo como actor legítimo del proceso, se traslada su función hacia organismos sin representación electoral, desdibujando la arquitectura democrática del Estado. Al mismo tiempo, el Congreso deja de ser un espacio deliberativo y se convierte en escenario de bloqueo, donde el desacuerdo no busca resolverse, sino inmovilizar al adversario. Se instala así un precedente: la desconfianza política sustituye la legalidad como principio de acción, y la sospecha reemplaza al debate.
Este tipo de dinámicas recuerdan lo que los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt han descrito como “golpes blandos”: procesos que, bajo una apariencia de legalidad, vacían la democracia desde adentro. No requieren armas, solo un uso estratégico de las instituciones para socavar el poder legítimo sin violar formalmente el orden. En ese sentido, el riesgo no radica en la interrupción abrupta del sistema, sino en su descomposición silenciosa.
El país no está discutiendo únicamente sobre una consulta. Está enfrentando una fractura más profunda: la imposibilidad de reconocer la legitimidad del otro. Cuando quienes ejercen el poder se niegan a ser parte del mismo marco institucional que su adversario, la democracia se convierte en un juego vacío. Y cuando los actores se rehúsan a compartir siquiera la mesa del diálogo, lo que se rompe no es el trámite, sino el principio de soberanía popular.
Hoy, el golpe no necesita botas. Le basta con votos, micrófonos y miedo. Y con la complicidad silenciosa de quienes, bajo la excusa de la defensa democrática, están dispuestos a vaciarla desde sus propias trincheras.
No hemos vuelto a los 90.
Las tasas de homicidio alcanzaron niveles que estremecieron incluso a organismos internacionales: entre 75 y 100 asesinatos por cada 100.000 habitantes, con picos particularmente graves entre 1992 y 1994. Era un país tomado por el vértigo del narcotráfico, por la confrontación entre guerrillas y paramilitares, y por una institucionalidad debilitada hasta sus cimientos. Medellín, por ejemplo, llegó a registrar cifras superiores a los 300 homicidios por cada 100.000 habitantes, consolidando a Colombia como uno de los territorios más violentos del planeta en ese entonces (UNODC, 2020; Our World in Data, 2023).
Tres décadas después, el país es otro, aunque las heridas no hayan cerrado del todo. Entre 2019 y 2023, las tasas de homicidio se han estabilizado en un rango entre 24 y 27 por cada 100.000 habitantes, una reducción drástica —cercana al 80 %— si se compara con los peores momentos de los años noventa (InSight Crime, 2023; Macrotrends, 2023). Este descenso no responde a un milagro, sino al resultado acumulado de procesos complejos: la desmovilización parcial de actores armados, la firma del Acuerdo de Paz con las FARC-EP en 2016, y ciertas políticas públicas orientadas a la seguridad urbana y rural.
Pero sería ingenuo cantar victoria. La violencia en Colombia no ha desaparecido: ha mutado. Ya no vivimos bajo el terror sistemático de los años noventa, pero enfrentamos un nuevo ciclo de conflictividad fragmentada, donde disidencias, bandas criminales y estructuras armadas disputan territorios con lógica económica y control social. A esto se suma el asesinato persistente de líderes sociales, el crecimiento de economías ilegales, y la inestabilidad en regiones donde el Estado sigue sin llegar. Aunque las cifras actuales son mucho menores, la tasa de homicidios en Colombia sigue duplicando —o incluso triplicando— el promedio global, que se sitúa entre 6 y 9 homicidios por cada 100.000 habitantes (UNODC, 2020).
Por eso, la afirmación de que “hemos vuelto a los noventa” es más una consigna cargada de emocionalidades que una hipótesis sustentada en datos. No vivimos un retorno al pasado, sino la emergencia de un presente distinto, con actores que se reciclan , y otras geografías, pero igual de corrosivas. El peligro es que esa narrativa termine en una deriva autoritaria que nos devuelva a las oscuridades de la Seguridad Democrática.
El presente artículo es de completa responsabilidad del autor: Alejandro Blanco Zúñiga, Doctor en Ciencia Política. Magíster en Educación. Historiador.