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Por. César Gamero De Aguas.

Para ese entonces a mediados de los años 90, esta era ya una tradición expedita que se adentraba como dicen en el lenguaje del fútbol; “En su tiempo suplementario”. Unos cambios inesperados de invierno y verano que vertiginosamente, y en medio de la nada, fueron extinguiendo ciertas costumbres de tradición ancestral. Todo se daba inicio en una semana de recesos escolares, donde los niños, jóvenes y adultos se apresuraban a vivir a plenitud las festividades de la Semana Mayor en el pueblo. El epicentro no podía ser otro más que Rosario de Chengue, una espacialidad de infinitas palabras que recibía y continúa recibiendo muchos visitantes. Entre los que se confunden familiares y amigos que se congregan en medio de procesiones encendidas, fogatas de pasiones y enamorados, partidos de fútbol que se disputan viejos nuevos y nuevos viejos, abrazos fraternales, y una que otra cerveza extraviada, de la cual muchas veces no sabemos quién diablos las manda.

Era una época aún de amaneceres campesinos, de creer en los anuncios de los cucarrones negros, de respetar al Mohán y al Curtio de Loma Grande, de pensar que el agua de la ciénaga se iba a verter de sangre después del medio día. Total, la idea era respetar tan importante día en medio de la tradición.

El Padre llegaba entonces en un Johnson expreso, y se programaban sin afán las primeras comuniones, y los matrimonios de parejas “pedidas anteriormente”, que esperaban con paciencia aquel fausto momento, aquel acto de facto sacramental, que bien supieron cumplir algunos novios de la época, casi siempre después de ahorrar unos “chivos”, por su labor en las materas furtivas del vecino país. El sol era apremiante, el jamiche cubría unos cubos enormes de hielo, que se vendía como pan caliente, los pick up libraban una batalla de desenfreno y parranda que terminaba en un buen fiao, y una serenata de borrachos indeseables. Era una especie de “irrespeto inteligente”, se podría decir hoy día, pues el licor no podía faltar en tales celebraciones, que daban rienda suelta a una parada de carnavales de pecados sagrados. Aún se veía a las madres cuidar y acompañar a sus hijas a los bailes, aún existía el estreno de ropa nueva, aún los parranderos daban sus ´aguinaldos atrasados´ a sus ahijados o a la caterva de pillos, que ya se iniciaban en una tradición infinita que elogia recordar. Las madres, las abuelas y hasta las bisabuelas formaban un equipo de trabajo entorno a las preparaciones, y las casas de bahareque, se constituían en unos templos sagrados del folclore gastronómico.  La ciénaga proveía aún una multiplicidad de peces con los cuales se hacia el famoso salpicón, la tierra daba sus frutos, y entonces los dulces de papaya, ñame, mango, corozo, guandú, leche, eran un manjar irresistible que no empalagaban la ansiedad.

Aquellos Viernes Santo, se iniciaban con una peregrinación temprana, y entonces una trilla desaforada de niños y jóvenes, se adentraban al monte a cortar las ramas de Olivo, que se hallaban en las entrañas de los caminos, y una multitud alborotada seguía el curso de la tradición. Muchos matrimonios se materializaron tiempo después de aquellas caminatas extremas, que se hacían cortas en medio del cansancio, por los sentimientos de facto que imponían los enamorados.

En ocasiones llovía, pero esto no era un obstáculo sin ecuánime alguno, para ´aguar´ el disfrute placentero. El retorno de aquella aventura lo hacía más rápido la ansiedad, pues “la mala hora” atacaba a los caminantes después del medio día, como si el diablo hiciera una tregua inexpugnable, ante la petición enajenable de unos corazones divinos. El espectáculo venidero se quedaba corto entonces y sin palabras, los niños, los jóvenes y las señoras iniciaban un desfile de platos de comida multicolor, que entraban y salían afanadamente de aquellas casas, entre perfumes encantadores y rastrilleos de tacones. Las finas y corrientes cerámicas se marcaban con pintaúñas en la parte de abajo del plato, y para entonces los comedores eran una exposición gastronómica que reflejaba la hermandad sincera, la consideración especial, el respeto de corazón, y obviamente el sello de la tradición familiar. Aquellas viandas hechas como fruto del trabajo familiar , eran consumidas en su totalidad por cualquier visitante, quienes tenían que huir ante la abundancia prolifera de salpicón, arroz de frijol, guiso de hicotea, ensalada de payaso, bollo de yuca, y todo aquellos cuanto adornase el agradecimiento.

Todo lo demás era un devenir de satisfacciones, de alegrías y de hechos conmovedores que fueron agraciando y moldando una generación de saberes exquisitos, pero también de evocaciones rebeldes. Las tardes aquellas de desfiles al “Cerrito” y de cabalgatas sin control, eran selladas con crepúsculos abstractos que aparecían en las inmediaciones de la ciénaga, donde ya había más de una pareja de enamorados empedernidos, aprehendidos sin delito alguno en la cárcel de Cupido.

La noche dibujada de oscuridad era una romería de torbellinos encantados, que se estrellaban entre la multitud, una multitud guiada por focos de mano y luciérnagas perdidas, que se concentraban en cualquier pick up de tradición, cualquiera hoguera desenfrenada, cualquiera esperanza de gozo que representara una experiencia única y expedita de aquella tradición, y que, sin lugar a duda, quedara grabada en la impronta inexorable de nuestra memoria.

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