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Adlai Stevenson Samper
El espacio urbano de Barranquilla en las últimas décadas del siglo XIX se limitaba al centro –con el mercado y el puerto —los barrios Arriba del río –actual San Roque y Rebolo — y Abajo, al que se sumaría desde la calle 38 hasta la calle del Divi Divi –Murillo — el ostentoso; para la época, barrio de Las Quintas con su propia feligresía en torno a la iglesia del Rosario. Para 1857 el área total de la ciudad constaba de 150 manzanas.
Una ciudad pequeña con espacios socio económicos claramente delimitados y sin mayores complicaciones, pese a su creciente auge comercial y los primeros indicios de actividad industrial (o preindustrial?). Un panorama que tendría dos rupturas al iniciarse el siglo XX. La primera, con profundas repercusiones en el resto de ese siglo sucedió en 1914 cuando un grupo de trabajadores informales vinculados al mercado y a las labores de cargue y descargue en los cercanos muelles fluviales invaden la finca La Cueva de Montecristo, aledaña al barrio Abajo surgiendo el barrio Montecristo. La segunda es la apuesta al norte en 1912 con el barrio Delicias, por parte de Napoléon Salcedo Cotes y El Prado, en 1919 por parte de la firma Parrish y socios.
Esta última empresa contribuyó junto con otros urbanizadores –como los Insignares, en Recreo; Ladd en Boston y del mencionado Salcedo Cotes en Delicias y Olaya— a consolidar la ciudad de avenidas, en cuadriculas superpuestas, unidas por algunas curvas caprichosas viales que le otorgaron identidad formal a la ciudad clase media y alta norteña. Por el sur, siguió creciendo Rebolo y las barriadas populares en la finca Las Nieves –de la familia Obregón— que luego se unirían, en 1954, con la construcción en los terrenos del antiguo aeropuerto de Lansa (Líneas Aéreas Nacionales S.A.) del barrio Simón Bolívar impulsado por el presidente de facto, el teniente general Jefe Supremo Gustavo Rojas Pinilla.
Antes, pegados como rémoras a los caños insalubres estuvieron ubicadas barriadas desaparecidas como Monigote, el barrio burdel Takunga y ese enclave perdido de la misericordia divina, la llamada Zona Negra, en donde la mano institucional del entonces municipio nunca existió –solo para alimentar noticias de la crónica roja— y que alcanza notorias reivindicaciones sociales con la presencia en la iglesia de San Roque del cura lituano Stanley Matutis, germinador de las escuelas Don Bosco y de la irrupción; años después, en la década de los 90, del Movimiento Ciudadano con Bernardo Hoyos, quien estuvo en dos ocasiones en la Alcaldía de Barranquilla.
La otra ciudad; marginada y expoliada empieza a aparecer lentamente desde finales de finales de la década de los 50 y a lo largo de los 60 y 70, inmersa en un desajuste portuario externo no advertido a su debido tiempo, tal fue la irrupción del puerto de Buenaventura y el canal de Panamá con el lento declive de la navegabilidad en el río Magdalena. Aparece una nueva “clase” política surgida desde las clases medias que desplaza a los “héroes” prohombres cívicos de asociaciones mutuales que el escritor Álvaro Cepeda Samudio llamaría “bobales”, los elegantes clubmans refugiados en sus galas perfumadas sosteniendo el respectivo vaso de whiskey en su mano, los de “lobbys” de presión y en el control directivo de empresas solo por abolengo, estampa social apuesta o legado familiar en el plano decorativo, así que no fue nada extraño ni cosa del otro mundo que muchas de ellas entraran en picada irrecuperable hasta su final liquidación.
La emigración campesina y de poblaciones de diversas partes de la geografía costeña produjo una avalancha con la fundación de barrios por el sistema de invasiones “amparadas” por capitanes electorales bajo la protección legal de padrinos, produciendo a su vez mayor demanda de servicios públicos en empresas sin capacidad de respuesta ante la crisis planteada por la administración de políticos y sus adláteres que las percibían como botín para esquilmar. Fueron los tiempos del reparto de agua en carros tanques sin condiciones higiénicas produciendo mortandad de infantes por la gastroenteritis.
A inicios de los sesenta se inició la ocupación de terrenos en espacios baldíos aledaños al casco urbano. El célebre concejal y líder barrial Claudio Urruchurtu se ufanaba de su modesta contribución en la fundación de por lo menos 10 barrios de invasión. Con cierta sorna decía que “deberían levantarme una estatua en cada uno de ellos y ponerle el nombre mío a una de sus calles”.
No le faltaba razón. Tras la flauta mágica de Hamelín de los políticos locales, vastos sectores se fueron acomodando en los terrenos invadidos siguiendo el curso de escorrentías de arroyo con algunas lógicas de empalme vial, logrando al final un curioso entramado visible en los planos de Barranquilla en donde media ciudad tiene ordenada y cartesiana retícula, el peculiar trazado de damero; y la otra media se compone de largas manzanas con calles y carreras curvas elongadas, casi como un tejido caprichoso que muestra las particularidades espaciales de la otra ciudad que empezó a ser percibida como tugurial, precaria y distante. En suma, otra ciudad, no la “nuestra”.
Allí no había presencia institucional del municipio ni tampoco hacía falta. Puestos de salud de mentiras, inspecciones de policía ubicadas en sedes improvisadas caseras, colegitos destartalados en donde les pagaban a los profesores cuando se acordaban de ellos. La larga migración de inquilinatos desde el barrio Abajo de sectores afros se ubicó en lotes en La Manga, Nueva Colombia y El Bosque. Desde los pueblos siguieron llegando masas de desplazados buscando bienestar en una ciudad que parecía ofrecer mejores posibilidades que en sus poblaciones de origen.
Aquí se acomodaron a una realidad. Que la ciudad no los podía absorber como mano de obra y que les tocaba inventarse la subsistencia en la informalidad al costo que fuera. Cubriendo el espacio público, deambulando en el rebusque diario marginal, en oficios con bajas remuneraciones y fuera del sistema laboral, mientras los hijos crecían encontrando un panorama desolador sin parques, sin recreación, expuestos a las tentaciones de las drogas y del enriquecimiento rápido por la delincuencia. Una perspectiva de vida de más de media ciudad debatida en esa incertidumbre de marginalidad de servicios públicos y resistencia por parte de la otra media ciudad; la pudiente, o como diría una periodista local de “clases favorecidas”, para aceptarlos en su rol de ciudadanos deliberantes, vistos solo como carne de cañón electoral.
A esa masa nunca se les informó de sus derechos y deberes como ciudadanos deliberantes. Por el contrario, todo indica que era de mayor conveniencia su agreste actitud de desafío, sus modales pueblerinos y su espíritu de jolgorio eterno para producir la perfecta anomia social, condición esencial para su utilización bajo disimiles pretextos.
Esa otra ciudad excluida, aceptada a regañadientes, por donde se pasa raudo, pero no se mira ni indaga, es la que ha salido a flote, subrepticia, escondida, en la epidemia del virus covid—19 en donde las autoridades políticas indican recomendaciones y se imparten directrices legales que para nada se atienden. No les interesan sus sermones preventivos en una administración que les ha excluido de sus necesidades básicas satisfechas, en donde no hay un sistema consolidado de interrelaciones administrativas pues hasta los ediles locales se quejan que no son tomados en cuenta a la hora de las decisiones que les competen y mucho menos tienen sede ni les pagan a tiempo.
No hay un discurso de cultura sobre la ciudad pues no hay centros culturales ni bibliotecas. Un sistema de centros de salud a todas luces insuficientes para la vasta demanda de un territorio con una población de más de medio millón de personas.
Esa otra ciudad, en donde se encuentran y concentran los votos que eligen con maniobras fraudulentas a los políticos, es la misma con el alto grado de contagios con el virus covid—19. Las cifras no mienten. Simón Bolívar y los barrios periféricos con Soledad, Las Nieves, Santo Domingo de Guzmán, El Bosque, La Sierrita, Nueva Colombia, Siape, La Playa; solo para mencionar a los más relevantes y que tienen a Barranquilla en el top nacional como la ciudad con mayor población infectada.
El tono despectivo y marginal siempre sale para referirse a los habitantes de esa otra ciudad: los sureños que se aventuran, de vez en cuando, a incursiones a los centros comerciales o las celebraciones de la otra ciudad, vistos como anímales fuera de sus jaulas prestos para ser observados con toda clase de suspicacias. Afectados por una alienación sobre su condición social que los ha desempoderado en sus funciones de ciudadanía deliberante y sujetos prestos para manipulaciones mediáticas cuando pretenden, tal como en nombre del film colombiano Agarrando pueblo, de Luis Ospina y Carlos Mayolo, mostrarse como sus “benefactores” o amigos. Tal enuncia el refrán popular: “Amigo el ratón del queso y bien que se lo come”.
Son los barrios críticos que la Procuraduría y el Ministerio de Salud pidió hacerles un cerco epidemiológico ante el incontenible avance del virus en Barranquilla. Como también pidieron que se les diera ayudas y subsistencia a esa población vulnerable para que se quedaran en casa sin las afugias de salir a buscar la cotidiana alimentación.
También les fallaron allí. Según el Alcalde Pumarejo en declaración entregada el 24 de marzo, se entregarían alimentos para 400.000 personas de forma permanente. En realidad, hizo una primera entrega el 27 de marzo de 1500 raciones en el barrio Villas de la Cordialidad –según información publicitada por el diario El Heraldo—, y una segunda entrega, un mes después, el 25 de abril, en los barrios Nueva Colombia, La Manga y La Esmeralda. Entregas puntuales en sectores puntuales. No bajo la premisa de un plan diseñado para suplir las necesidades del vasto territorio de la otra ciudad, reto logístico imposible de cumplir por la administración distrital distraída en otros proyectos considerados de mayor importancia estratégica política y contractual.
El colmo es que el mismo Alcalde Pumarejo se refiere en tono genérico a los “charlatanes” de barrio que según él, entorpecen las labores profilácticas de prevención del virus echando a rodar noticias falsas e inexactas. Cierto o no, la frase fue una especie de bofetada clasista que lesionó aún más la credibilidad precaria del Alcalde y las posibilidades de una relación empática con los sectores poblacionales de la otra ciudad; la marginal.
El reto en los próximos años será la construcción de ciudadanía en ese enclave de pobreza, marginalidad y exclusión más allá de los fastos de la escenografía propagandista y es, a no dudarlo, el reto para el próximo alcalde. El actual no pudo parar ni la epidemia, ni la pobreza, la marginalidad y el lento derrumbe de la economía y eso que apenas lleva un semestre en ejercicio.
Vendrán otros tiempos y otras visiones para la otra ciudad.
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