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Por: Adlai Stevenson Samper
Siempre hubo putas, burdeles y moteles en el Centro. Emma Blanco, creadora de los famosos burdeles cabarets de los años 50 y 60 Place Pigalle y La Gardenia Azul recuerda otro de sus inventos, el bar Colonial, ubicado en la zona cercana a la calle San Blas. Unos lo ubican frente a los viejos almacenes Ley, como es el caso de Emma y su hermano Benny –por “Bartolome Moré, el cantante, sabe?”-, y Alfonso Fuenmayor más arriba, en la calle San Juan.

Emma convenció a su suegro Pedro Donado de darle un uso jacarandoso al local por las noches, tras terminar el programa en vivo de variedades transmitido por La Voz de la Patria donde tocaban diversas orquestas y cantantes de la ciudad. La idea de Emma era colocar putas de alto nivel, o sea putas que no parecían putas, para que bailaran con los clientes al más rancio estilo coreográfico. El invento funcionó de tal manera que incluso alcanzó la posteridad literaria cuando el joven Gabriel García Márquez depositó allí el marco escenográfico de su cuento La mujer que llegaba a la seis. Más del cuento cultural: en ese mismo bar Alejandro Obregón fue a buscar con Figurita Rivera, que en esos asuntos de cantinas y putas del centro se las sabía todas, una modelo para que le posará desnuda.
La historia de este bar burdel en el centro es conocida por diversos testimonios. Pero no fue el único de su estilo. Otros, menos atrevidos para usar la denominación de bar, una máscara benévola para designar un burdel, tomaron muy a la colombiana el nombre de cafés. Con música de tangos, boleros y mexicanas con damiselas sentadas mirando la lejanía de las cosas, pensando quizás en sus aldeas perdidas en la cordillera de Los Andes mientras elevaban volutas de humo que insidiosas le daban al espacio cierto aroma de infierno en pequeña escala. Porque a diferencia del Colonial, que tuvo tremendo equipo de aire acondicionado, estos tenían veloces abanicos de techo que presagiaban con su fuerza que elevarían el techo, el piso, volando volare hacia los confines del cielo.
En el Centro fue donde se dio la transición de burdel a discoteca burdel. En la calle Murillo funcionó una muy conocida en la juventud de los sesenta y setenta. Con un nombre raro, el Escoci bar atendido por un combo de muchachas perversas que se las sabían todas y una más. Expertas, además, en tirar burundanga en los tragos de los mozalbetes y pelarles la cartera y sus sueños eróticos para después dejarlos tirados a la buena del señor padre en las bancas del parque de los Locutores. Pero no siempre lograban salirse con la suya. Estaban de moda las pastillas de Daprisal cuyo “speed” era acorde con la idea de baile y jolgorio. Un mozalbete consumidor craneaba en donde, con quién, a esas horas al filo de la medianoche, podía conseguir una sola pastillita que lo volviera pilas y le regresará la tesura al cuerpo. Sorpresa cuando vio a la puta, que desconocía las dotes de consumidor del mozalbete y de las imprevisibles reacciones de la medicina, tirarle una subrepticiamente en su trago. Por supuesto que la dama pagó después cara su osadía en una de las piezas al fondo del local saliendo ajetreada, después de la aventura, a las seis de la mañana.
Este tipo de bares burdeles florecieron en el centro. Un jardín pecaminoso en donde se desfogaba media ciudad. En San Blas se encontraba el famoso Túnel del amor con sus ventas de fritos, tintos y cigarrillos en la entrada, mientras los taxistas, esperando los clientes, se contaban los últimos cuentos del día. Allí vi una historia de amor bien rara. Todos los días llegaba un parroquiano bien vestido y con evidente dinero el bolsillo “paralizando” a la puta más bella de ese burdel en su mesa. Una cachaquita blanca, pelo largo negrísimo y una pinta de artista de cine mexicana que tenía literalmente loco a su enamorado. El tipo galante compraba una botella de aguardiente y se dedicaba a hablar con su enamorada. En algún momento bailaba sin el erotismo arrecuestahuevos de los otros clientes. La llevaba con una ternura definitiva que conmovía a las otras putas, poniéndolas a soñar con en ese hombre ideal que las tratará de igual manera y con el cual algún día pudieran largarse a otros lares olvidando tanta trasnochadera.
A veces se perdían en el fondo del local tirando un polvo por casi una hora. Regresaban agarrados de la mano con la felicidad pintada en sus caras. No los vi más. Alguien contó el desenlace soñado. Se la llevó a vivir como su mujer a otra ciudad. Una historia de amor de cabaret aunque no se sabe si tuvo; la vida y el mundo da vueltas cada 24 horas, la epifanía desgarrada de la canción Luces de New York: “Fue en un cabaret, donde te encontré bailando, vendiendo tu amor al mejor postor, soñando y con sentimiento noble, yo le brinde como un hombre, de destino y corazón y pasado algún tiempo, pagaste mi lindo gesto con calumnias y traición. Vuelve al cabaret, donde te encontré, bailando, no me importa ya tu suerte”.
La cantó completica porque esa triste historia de reivindicación y retorno a la putería suele suceder. La Patricia, un marica del barrio Abajo que fue coime de varias casas de putas contaría esa misma historia sobre el destino manifiesto de sus pupilas. De amores encontrados en una cantina del Centro, de llanto y dolor en la despedida “ay, de esa vida” y de lo contento que se ponía cuando “veo a mis collas en actos sociales acompañadas de sus maridos”. Creo que exageraba la cosa, pero le creí cuando dijo en tono misterioso, como confidencia intima “que muchas son ahora honradas madres de familia con maridos que no las cambian por nada”.
Otros de esos burdeles cabaret fueron el Bulerías y El Taboga. Con una excelente programación de salsa y en donde alguna vez un desaforado conguero puertorriqueño metió coca como un condenado a muerte a la vista de todos los concurrentes. Allí sucedió un hecho curioso con una de las putas, una morena simpática de un pueblo de Bolívar. Alguna vez, por asuntos de trabajo fui a parar, sin volar, al barrio Las Nubes de Soledad. De pronto, en horas del mediodía, vi salir a la morena de una casa despedida por su familia y su hijo rumbo al trabajo. Al pasar frente a mi palideció prosiguiendo su camino rumbo al paradero de buses. Después contaría su historia de amor frustrada con un hijo de los finqueros del pueblo quedando embarazada ante la tenaz oposición de su familia obligándola a salir del pueblo para refugiarse en Barranquilla donde había tratado de sobrevivir como empleada en un almacén de ropa interior. Uno de los dueños la llevó a la cama pagándole un dinero extra por los servicios. Más, mucho más de lo que ganaba en todo el mes. Fue el descubrimiento de un oficio y el inicio de su trabajo nocturno engañando a sus padres –pues se los trajo a vivir en la casita que compró- diciéndoles que trabajaba en una droguería a la que era necesario acudir emperifollada.
Ante la decadencia del centro, algunos de estos burdeles se desplazaron en búsqueda de clientela con mayores recursos económicos en los bolsillos. Sobrevivieron en la culata de la iglesia de San José el burdel motel La cuna de Venus y todos sus inventos similares aledaños. Con la novedad de que todas las putas ocuparon la acera y que unánimes lucían los años, la gordura y una actitud extravagante en las pintas sexuales de reclamo con escotes mostrando tetas caídas y minifaldas piernas en donde la celulitis había hecho su hábitat. Carne para la pobrecía sedienta de sexo con recetas de diez mil pesos el rato, con cuarto incluido en el precio con ventilador y un viejo televisor pasando la parafernalia de pornografía con sus histéricos gritos y gemidos.
De todo el esplendor de burdeles que funciona en el Centro el indudable líder es El Hoyito, metido en un estrecho callejón de un edificio venido a menos de la calle Caldas. El callejón es un engaño visual que desemboca en una bodega refrigerada con mesas infinitas atendidos por mujeres de todas partes. Una especie de Colombia intercultural de la putería, aunque ellas, para efectos de acicatear la libido de sus potenciales clientes decidan nacer en Cali, Pereira o Medellín. Hermosas además y peligrosas, según se desprende de la receta ofrecida a una cofradía de jovencitos que se iniciaban en esas lides cuando un “gay” decorador de interiores de nombre Alfredo –más conocido en el mundo del “ambiente” como Martha-, decía en tono preceptivo que cuando llegáramos a un burdel nunca escogiéramos la puta más bonita. No. Esa no. “Todos se la tiran y puede estar pringada”, remataba. Busquen a una pelada común y corriente que esa es “la que menos buscan ustedes los hombres en los puteaderos”.

Sigo con El Hoyito. En el segundo y tercer piso se encuentran los cuartos con aire acondicionado, una trajinada cama y el infaltable televisor. A la vuelta, bajando por la 39, se alinean en formación tras una larga escalera que debe conducir, usted decide, a su propio cielo o infierno por unos cuantos minutos. O la presencia casi con algún aroma mítico, de venezolanas muy bien formadas que ejercen su oficio convenientemente camufladas tras un termo de café que cuelga de una de sus manos y a las que le llaman los transeúntes y oficiantes varios, las “tinto completo”.
Los burdeles mutan según los gustos de la clientela y las modas internacionales. Ahora se impone la moda de largas barras en donde se colocan las cervezas y rones donde bailan desaforadas muchachas desnudas paseando frente a la narices del cliente, como el caso del club Playboy, un localito pretencioso frente al parque del Centenario que rinde homenaje, no solo en el nombre sino en un cartel en la entrada de conejitas en sus madrigueras Son los seguidores de la ideología de Hugf Heffner, gran putero universal, y se repite la misma escena en bares tumultuosos en la antigua plaza de San Mateo cerca de la estación de buses de Sabanalarga.

Otra de las modalidades nuevas de burdel en el centro son las residencias o moteles. Los de la carrera 41, como La Calera o Cosmos 2000 en la 44, discotecas de diversión de las personas abiertas 24 horas para los que trabajan en otros centros nocturnos de la ciudad y salen en las madrugadas con intenciones de proseguir las incidencias de la noche. Refugio de putas, bandidos, perniciosos que ven pasar las horas de la madrugada y a veces hasta el mediodía en su refugio particular. En algunos de esos moteles los porteros tienen los teléfonos para solicitar a la habitación a una puta de acuerdo a tarifas y comisiones.
Los moteles, todos con nombres temáticos de un parque de diversiones –esa es la idea-con castillos, cúpulas, murallas verdes de árboles, parapetados tras misteriosas puertas y que se tomaron las viejas casonas venidas a menos del barrio Las Quintas en las calles 41, 42, 43 y 44 o los hotelitos por los lados del parque de la carrera 38 frecuentados por camioneros y por la pobrecía de la putería.
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