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Por. César Gamero De Aguas.

El caso es que Filadelfo Porras González, joven de 21 años de edad, y nacido en la provincia de Pasacaballos, municipio de Barahona, creyó siempre que el cura que él mismo había solicitado 40 minutos antes, le podía salvar la vida, y al mismo tiempo desatarlo de aquel mundo siniestro que el diablo lo tenía amarrado.  Pensando en que el cura calvo, de mediana estatura y con una cara de santo recién canonizado, intercedería a su favor, en medio de la tensión que generó en la comunidad, el secuestro exprés que le tocó hacer para poder prolongar un poco más sus horas de vida. Con lo que no contaba el inexperto secuestrador, era que detrás de la blancura que irradiaba la sotana blanca, y la estola purpura, se ocultaba un capitán de la policía, hábil y experimentado, que ya había asesinado más de doce tigres sin la más mínima contemplación. Los momentos de tensión se iniciaron en la mañana del lunes 20 de julio, cuando aún los gallos trasnochados por el sarao de la noche anterior, seguían cantando pasadas las ocho de la mañana.

Para ese entonces, Filadelfo Porras completaba más de 24 largas horas ingiriendo licor acompañado de otras drogas, celebrando la misma fiesta del ocio y la falta de oportunidades. Su esposa lo había despedido con el beso de rigor la mañana del 19 de julio, no sin antes aconsejarlo que redireccionara su vida, pues ni el hijo que llevaba en su vientre había hecho cambiar aquella alma empeñada al demonio. Guardó con sabio recelo en la pretina del pantalón, una pistola Glock 9mm, que había comprado en el mercado negro 28 días atrás, para consumar su sed de venganza. Una riña diminuta con unos vecinos adversarios a quienes la vida de la muerte terminó por unirlos.  Porras González, y varios de sus amigos iniciaron el festín en un billar en el centro de la municipalidad, entre palos de romo que iban y venían, se fue configurando una especie de desquite, un plan siniestro que culminaría con la muerte de él mismo, a manos de un cura con espíritus malignos.

Durante las 12 horas anteriores a su asesinato, se divirtió hasta decir no más, narro sus últimas anécdotas que no eran más que un carnaval desaforado de atracos a mano armada, donde más de uno lo había logrado identificar. Estaba tan descarado y poseído por el mundo de las drogas y el licor, que una prima suya había sido también víctima de sus fechorías, le había logrado hurtado un celular de alta gama que terminó siendo trocado por unos cuantos gramos de cocaína, en una olla de mala muerte.

Su madre no veía la hora de descansar con aquel hijo querido, que terminó cediendo sin contemplación alguna, a los excesos sin retorno de las drogas y las adicciones. Creyó como todas las hijas de Dios que con el embarazo de su esposa en algo podía cambiar, olvidando o quizás evadiendo la frase célebre; “árbol que nace doblado jamás su rama endereza”. Su vida había sido un calvario incesante de tormentas, que iniciaron siendo muy joven aún, cuando a los 12 años de edad fue expulsado del colegio, por agresiones y faltas graves al manual de convivencia. Desde entonces, parecía haber adquirido un triste final. Que jamás pudo cambiar, sino que siguió su marcha, hasta donde más no pudo, cuando tomó la fatal decisión de ir a buscar a sus enemigos y tomar venganza.

La mañana de la tragedia fue esplendorosa, unos cuatro jóvenes de edades similares que no superaban los 25 años, amanecían escuchando música urbana. El Matón, era la canción popular más pegajosa del momento, esta incitaba a los tigres, empoderaba el ánimo, blindaba los nervios, y alimentaba el orgullo. Eran un grupillo de zombis que bailaban sin cesar hasta el amanecer, cuando Luis Romero Caprino, administrador del billar les dijo que debían salir, pues la policía estaba activa con las prohibiciones, por aquello del toque de queda, originado por la pandemia. Fue en ese momento crucial, cuando decidieron en común acuerdo, buscar a sus adversarios y tomar la venganza que los unía. La vuelta sería sencilla según ellos.

Alejandro Vergara joven de escasos 19 años, poseedor de una gran habilidad para manejar motocicletas, sería el encargado de acompañarlo hacia el sitio de los hechos, y los otros tres jóvenes amigos irían a buscar algo de dinero para festejar su desproporcionada atrocidad. Con lo que no contaban los intrépidos muchachos era que en la casa de esquina de la calle Marcial Vásquez, ocho personas entre hermanos y primos, esperaban ansiosos para repeler el esperado ataque. Con palos, machetes y un revólver Smith & wesson calibre 38mm, la recua estaba alerta al inicio de la acción y el desquite.

Como la casa era de tablas de roble y cedro, “Fila “como le decían, creyó poder disparar por una pequeña hendija que daba a una de las habitaciones donde creía dormía aún su víctima. Pese a que el arribo al lugar de los hechos, fue con toda la cautela del caso, los ochos disparos realizados al interior de la inveterada vivienda no fueron acertados, y entonces una turba de trogloditas reaccionó desmedidamente sobre ellos. Dos detonaciones siguieron la marcha acelerada de tiros, y entonces el cuerpo del motociclista experimentado cayó pesadamente a un costado de un árbol de trupillo, dejando un lago de sangre que se fue esparciendo lentamente, tomando la forma plana del terreno. En ese momento y sin contar cómo escapar ahora, Filadelfo pareció despertar de aquella pesadilla atroz, corrió como un coyote herido, dejando atrás unas almas desgraciadas sedientas de venganza.

Pronto se dio cuenta que estaba perdido, por lo que, a las ocho cuadras de su largo recorrido, decidió coger como rehén a una mulata joven, que recién se disponía a limpiar el frente de su vivienda. La tomó bruscamente por el brazo y con el arma en la mano se introdujo con ella en una de las habitaciones del reciento, junto a su pequeño hijo de 2 años de edad, que tomaba un tetero simple de café con leche. Hasta ese lugar lo persiguió la turba enardecida, que quería hacer justicia con sus propias manos, pues, “muerto el toro se acaba la corrida”. La policía se hizo presente en el lugar del secuestro, pero las primeras conversaciones no arrojaban resultados favorables a las partes, tan solo un aliento a licor y los vapores de la marihuana se empezaron apoderar de la casa, y un llanto imparable del niño, que dibujaban un cuadro surrealista con colores de dolor. Dos balas en el proveedor y una más en la recamara de la pistola eran más que suficiente para mantenerse aún en la pelea, que ahora era contra el estado.

Los tres sudaban de angustia, y la comunicación desde afuera se daba por las voces que entraban y salían por debajo de la puerta. Con el pasar de los minutos más hombres armados llegaron al lugar del evento, la casa se hallaba rodeada por estos sabuesos, y unos curiosos que esperaban el ya tradicional desenlace. Una especie de circo romano, que se alimentaban con sangre y no discriminaba entre asistentes, a niños y ancianos.

Pero la acción inició de verdad, cuando arribó al lugar el cuerpo élite antisecuestros de R.D., encabezado por el capitán Efrén Gómez Parrao. Pues desde el interior de la casa el joven secuestrador ya nervioso y testigo de su realidad, solicitó imperiosamente el ingreso de una periodista que cubría en vivo la situación, así mismo un sacerdote, y un celular para iniciar en firme la negociación que salvaguardara su integridad. Algo muy difícil de lograr en un país donde imperan los altos índices de impunidad. La periodista asignada ingreso con una calma total llevando en una de sus manos un celular Samsung J2 Prime, para cumplir con las peticiones del secuestrador, y en la otra, un pequeño portátil con el que grababa en vivo aquel suceso dramático. El joven no dudó en comunicarse con su madre, y luego con su esposa, en un diálogo corto y monótono, que más bien parecía una despedida que un pronto reencuentro. Ambas mujeres vivían su propio infierno. Desconfiado entregó el celular y manifestaba que no le iba hacer daño alguno al niño, ni mucho menos a su madre. La periodista con ánimos de acero intentaba persuadir a su interlocutor, sin embargo, este se hallaba en el interior de una burbuja de miedo y muerte. La entrada del cura tardó unos cuantos minutos más, mientras la policía con las engañifas de rigor y unos cuantos pesos, convenció al padre de la iglesia Santa Bernardita Souberous, que prestara sus atuendos santos y sagrados, para ser utilizados por el capitán Gómez. Una Biblia hallada en la sala de casa sirvió para completar aquel nefasto disfraz.

  • ¡Hijo mío ¡, ¿Qué estás haciendo?

Fue la primera expresión del cura falso al dirigirse al secuestrador.

Inmediatamente percibió su miedo, su mismo desespero, su cansancio, su inexperiencia, pero también se permitió descubrir, su oportunidad para actuar. Ocultó tras el pequeño libro sagrado, una pistola diminuta, pero al mismo tiempo destructiva marca Regina 7.65mm, con 9 proyectiles.

Filadelfo rebajó sus sospechas cuando el cura falso se sentó justo al borde de la cama, quedando al frente del secuestrador y el niño que cargaba en sus brazos, a un lado de ellos la madre angustiada, y a un costado de éstos, la periodista con ojos de sorpresa. Le solicitó que leyera el Salmo 91; “El que habita al abrigo del Altísimo, morará…”, más, sin embargo, no tuvo en cuenta debido a los efectos retardados de la marihuana, que el falso sacerdote tardó más de 10 minutos buscando el tradicional salmo, tan solo hasta cuando la periodista descubrió la improvisación del hecho, lo ayudó a ubicarlo, y con una voz de rezos de espanto, empezó lentamente a recitar las palabras sagradas que contrastaban con su oscura alma.

Filadelfo lo seguía entonces con igual intensidad, pues su madre había sido una católica empedernida, que ofrecía sus servicios a la misma iglesia y al mismo sacerdote que cedió sus vestimentas sagradas para el asesinato de su propio hijo, y fue ahí en ese descanso intermitente, en ese recital de palabras profundas y alentadoras, donde pestañeó ya cansado de sus propias fuerzas, ya rendido de vivir a la desidia, de seguir esquivando su destino trágico, de ser uno más en esta gran mole de falsedades. Seguramente alcanzó a escuchar la explosión de la detonación, pues creyó que era el reflejo del flash de una fotografía, el olor a pólvora invadió muy rápido el pequeño recinto, tan pronto como fueron sucesivas las ocho repeticiones de las balas percutidas, frente al asombro desbordante de los allí presentes. Un pequeño que jamás cesó de llorar, una madre desconsolada que pensó que la seguridad de su vida estaba en su misma casa, y no en manos de un antisocial,  una periodista con un espíritu de ángeles incautos, que estuvo convencida hasta el último minuto, que podía  solucionar las cosas de manera pacífica en una sociedad  de maldad, y un secuestrador joven asesinado  en un sueño de miserias, frente a una caterva de curiosos que celebraban una vez más el triunfo indeterminado de la muerte sobre la vida, en un mundo   cada vez más enfermo, sujeto a la irracionalidad, que pareciera ir avanzando hacia su desaparición, lentamente conforme lo destina el convencionalismo , precisamente allí en ese espacio de perversidad, materialismo  y fin.

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