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Por: Jorge Guebely

Síndrome de Estocolmo, sumisión pasional de una rehén por su captor, de una víctima moral por su victimario. Síndrome de prisioneras que convirtieron a Jan-Erik Olsson, delincuente sueco, en ídolo, en héroe. Enfermedad que hace ver grandeza donde sólo hay pequeñez, luz donde sólo existen sombras.

Lo repitió Patricia Hearst, nieta de William Hearst, magnate del periodismo norteamericano. Se cautivó con sus captores, los del Ejército Simbionés de Liberación, y volvió con ellos después de su liberación

Lo ilustró el poeta de Tierra de Promisión en el soneto XIII de la primera parte, soneto infernal. La ‘pobre indiecita’, víctima de los acosos sexuales de un depredador genital, la somete. Nada la salva, ni siquiera las uñas que clava en la carne del agresor, nada puede contra la fuerza bruta. Termina sometida, agasajando a su victimario.

Relación sadomasoquista. Frecuente en parejas, el macho brutal humilla, somete, golpea a la mujer, pero ella lo adora. Le borra toda dignidad, sin embargo, lo idolatra.

Frecuente también entre ejércitos armados, derecha o izquierda, legales o ilegales. Sadismo que despierta el chimpancé dormido del hombre armado. Relación sin amor, sólo fuerza bruta del pre-humano.

Enfermedad individual, pero también social. La ejercen líderes de sectas religiosas sobre feligresas, patrones sobre empleadas, burócratas sobre subalternas, políticos sobre seguidoras… Poder alienante, lo ejerció Hitler en la Alemania nazi y el pueblo lo convirtió en ídolo. Por idólatras, muchos alemanes cerraron los ojos y taponaron los oídos. No veían los millones de muertos por la guerra ni sentían el humo de los hornos crematorios. Se inmunizaron con el masoquismo ante el psicópata.

Ciegos y sordos, parte del pueblo alemán, como ciegos y sordos gran parte del pueblo colombiano. Nada los conmueve, ni los 6402 falsos positivos, ni las matazones de líderes sociales, ni las víctimas de las guerrillas, ni la de los paramilitares, ni la de los terratenientes, ni las del ejército que bombardea niños… Nada, nada los conmueve. Sólo indolencia de deshumanizado.

Masoquismo popular que ansía un ídolo nacional, un líder cruel. Lo construye para idolatrarlo, para darse sentido a su pobre existencia como ser humano. No puede vivir sin su sádico poderoso. Lo construye, a veces, demasiado cruel. Y a mayor crueldad, mayor adoración, mayor sumisión, mayor deshumanización. Poco importa borrar el instinto de libertad; eso que, según Don Quijote “… es uno de los más preciosos dones que a los hombres le dieron los cielos”. Eso que, perdiéndolo, convierte al ciudadano en un idólatra, en un deplorable y vergonzoso esclavo mental.

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