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Por Alberto Ortiz Saldarriaga

Para nada siento satisfacción, antes si una mezcla de enorme tristeza y frustración. Es doloroso prever, advertir y no ser escuchado, es más ser, literalmente, ignorado. Y no ha sido cuestión de sobrenatural premonición, de posesión de un don profético y, mucho menos,  algo que se pueda explicar desde una inteligencia por fuera de lo normal. Más bien, eso sí, es el resultado de leer, de informarse bien y no precisamente en los grandes medios nacionales cuyo papel se ha limitado a colocar grabadoras y reproducir voces de servidores públicos.

A quienes se encomienda la labor de gobernar, de administrar lo público, de velar por el bienestar de la sociedad, debería exigírseles si no ser inteligentes, por lo menos si estar bien informados, bien rodeados, bien asesorados y sobre todo tener la humildad suficiente y necesaria para no creerse infalibles y aprender a escuchar, sobre todo entre las voces que no tienen intención de adular y mucho menos de obtener contratos, prebendas ni nada a cambio.

Corsi e ricorsi. Todo ha vuelto a comenzar, pero desde la concepción del italiano Vico aunque el punto de partida tiene semejanzas con el inicio del anterior ciclo, tiene también marcadas y notables diferencias. Estamos como en el año inmediatamente anterior pero peor. Enfrentamos un mismo virus pero renovado, con al parecer una mayor capacidad de contagio pero también con un más rápido tránsito hacia el agravamiento de los pacientes y, consecuentemente, hacia su muerte.

Se perdió todo un año. Un año para aprender, para prepararse y no repetir los mismos errores. Ocurre así, porque paradójica o más bien trágicamente, nos tocó vivir el peor de los momentos estando el timón de la nave en que nos conducimos, en las peores manos, en las de la falta de experticia, en las de quien llegó a  ser porque otro lo señaló y muchos más creyeron que para gobernar solo se requiere ser el sucesor o el recomendado de otro al que desde su ego no le interesa nada ni nadie diferente a sí mismo. La imprevisión y la improvisación han estado al orden del día e irradiándose desde el nivel central a todos los entes territoriales.

Mientras irresponsablemente los que deberían demostrar mayores niveles de cordura y de responsabilidad se dedicaban a decir cualquier cosa en los medios, sin que nadie se atreviera a interpelarlos y mucho menos a cuestionarlos o a contra preguntarles, como deberían hacerlo los periodistas, en un ejercicio casi que en solitario desmentíamos uno a uno los mitos de la estructurada filosofía del “todo bien, todo bien”.

“El COVID no repite”, “todos tarde o temprano tendremos que contagiarnos”, “estamos cerca de alcanzar la inmunidad de rebaño por contagio”, las medidas de bioseguridad se reducen al “lavado de manos y al uso del tapabocas” (sin importar las características del mismo), “está comprobado que el transporte masivo no es fuente de contagio”, “las escuelas no son foco de propagación de la enfermedad”, “a la población joven no la afecta”, “es apresurado tomar ese tipo de medidas en este momento”, “todo está bajo control”, hacen parte de las tantas frases sin sentido que hoy la evidencia fáctica derrumba como haría la brisa con un castillo de naipes.

Con tiempo, y afortunadamente por escrito, dijimos sin vacilaciones lo que muy pocos o casi ninguno se atrevió a decir. Hablamos del peligro de replicar la tragedia de Manaos, de la inexistencia de una inmunidad de rebaño por contagio, de la posibilidad de irrupción de nuevas cepas como la E484K, de formas subestimadas de propagación del virus como la derivada del contacto de individuos con aerosoles, de medición de niveles de CO2 en espacios cerrados, de los peligros de la alternancia, de la irrupción de enfermedades asociadas al COVID en menores como el Síndrome Multisistémico Inflamatorio, pero todas las tribunas, salvo una o dos desestimaron una voz, que de escucharse ha podido significar menos pérdidas de vidas. 

La insensatez, la terquedad y la sobrades prevalecieron. Nadie escuchó y mucho menos hizo nada para prevenir la tragedia que ahora afrontamos. Antes se tomaron decisiones, como los de presionar a rectores para lanzarse a un proceso de alternancia, con todas las características de un auténtico salto al vacío, que generaron situaciones lamentables y pérdidas que jamás debieron presentarse. Ni los llamados a la racionalidad ni las propias cifras que empezaban a mostrar desde las proyecciones lo que se avecinaba hicieron variar un equivocado rumbo.

En Barranquilla específicamente, se reaccionó tardíamente y se adoptaron medidas que debieron tomarse desde cuando se concretizaba el negocio del BID, pero nada se hizo pensando más en los negocios y en la imagen que en los administrados, la gente que infortunadamente hoy ya no está y la que sufre su ausencia. Se hicieron además propuestas, bajo el rigorismo de la formalidad, que de idéntica manera fueron desechadas desde la soberbia de quienes sienten que por fuera de su propio mundo nada diferente existe o tiene validez.

En todo un largo año hubo tiempo suficiente para intervenir todas las escuelas; para focalizar a los y las estudiantes que no pudieron conectarse y  entregarle a cada uno un computador y conectividad. Pero nada de eso se hizo. No se actuó desde la  subestimación del virus, desde equivocadamente abordarlo como un tema pasajero, superable y desde un optimismo sin sentido y sin fundamento de que rápidamente podría retomarse la mal llamada “normalidad”, una normalidad que desde la dialéctica no volverá a ser, porque nada volverá probablemente a ser igual o medianamente parecido a cómo lo conocimos.

En materia de salud también nos ganó la imprevisión pues nunca se les ocurrió a los gobernantes ni a los responsables de la salud, como han debido hacerlo, imaginar un escenario peor al ya vivido para estar suficientemente preparados ante la peor de las contingencias. No se abrió un nuevo pabellón ni público ni privado, no se invirtió en tecnología, no se nombró nuevo personal especializado, no se compró equipamiento de seguridad para afrontar una nueva y superior ola, porque en la ciudad se perdió desde hace tiempo del vocabulario cotidiano el poner en práctica una palabra: previsión.

El Salvador, con menos recursos construyó y equipó hospitales y entregó computadores y conectividad a todos los estudiantes ¿Aquí por qué no se puede? Respuesta, porque no estamos en las mejores manos ni en lo nacional ni en lo local. Todo se improvisa o se hace tardíamente y así inexorablemente estamos condenados para ir de tumbo en tumbo, a la espera que algún milagro tenga ocurrencia.

Las cifras son desoladoras y desesperanzadoras. En los últimos 33 días se han producido 56.184 casos y 1055 muertes en el Atlántico. El sábado (3702) y el domingo (3754) batimos el record de casos de 2020 (2613 en julio). En ese mismo lapso, la capital del Atlántico ha registrado 38.670 casos y 658 muertes. Tenemos una tasa de 1.171 casos por día; de 19,94 muertes diarias y ostentamos el 68,63% de los casos totales del Atlántico y un 62,37% de las muertes totales producidas en el departamento en el último mes.

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