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Por: GASPAR HERNÁNDEZ CAAMAÑO.

En la novela “Maracas en la Opera“, Ramón Illán Bacca describe a Barranquilla como “ciudad ceñida de agua y madurada al sol, paraíso del constante chanchullo y del inacabable carnaval, pionera de la compra de votos y el mejor moridero del mundo”. Es un retrato realista, muy difícil de desmentir. La literatura copiando la realidad.
Ramón, de quien fui vecino de “colaépatió” en el barrio bella-vista, murió de infarto, solitario, en casa con patio francés llamada “Hogar Madre Marcelina“, ubicada en una esquina de la Avenida de Los Estudiantes, muy cerca de la calle Hamburgo, en el barrio Las Delicias. Nació en “La Samaria”, pero prefirió vivir, escribir y morir en “el mejor vividero (moridero) del Mundo“, frase de combate con la que bautizó el locutor Marcos Pérez Caicedo a Barranquilla: la ciudad mía. Y que escuchaba, con frecuencia al sintonizar, en las mañanas de el Santuario, el famoso radio-periódico informando.
Ese bodegón de Ramón Illán me va a permitir hacer una defensa, de oficio, de mi ciudad. Donde nací en la maternidad paraíso, barrio centro, donde espero morir dormido, como se fue mi madre, una medianoche de julio, en el barrio el recreo. Sueño ñero de un buen currambero. Si, buen currambero soy. ¿Cómo lo podré negar si vivo atravesado por los tres fuertes colores, verde, amarillo y rojo, de la bandera de killa, la linda?

SÍ, Barranquilla está ceñida, desde su cintura de cumbiambera bajita, por las aguas del Magdalena, el que recuperamos con el Gran Malecón – ¡duélale a quien le duela! – las de la Ciénaga de Mallorquín, de la que brotan cangrejos azules, las de los Caños de la Ahuyama y Covadonga. El agua lluvia cadenciosa de los torrenciales arroyos de felicidad, de Rébolo y otros más, aunque canalizados siguen siendo ríos citadinos: peligrosos para imprudentes, botaderos de basuras para malos vecinos y un espectáculo ruidoso por los sectores por donde corren como ráfagas del cielo lloroso y rabioso de nuestro eterno verano. Acá llueve con rayos, truenos y centellas. Sea de día o de noche.
Pero, no puedo olvidar las olas de peces de colores del mar caribe, que en Barranquilla es: cultura y progreso, cuando hermanado con el magdalena sé convierte, por arte de la ingeniería, la bendición del Dios Killero y la naturaleza, en bocas de ceniza. Lo que hace que mi ciudad sea la Puerta de Oro de Colombia y, por qué no, la Casa de la Selección. Somos un Alameda al río. ¡Nojodaaaa!.

Somos, entonces, ciudad de Rio y de Mar. Lo comprobé desde aquel balcón ensoñador de Jardines de Tivoli, en el barrio “puppy” de Altos de Riomar. Los mejores balcones de Barranquilla, ciudad fluvial, son los que permiten ver, a la distancia de las brisas de las tardes y de los vientos soleados, el mar, el mar caribe: nuestro mediterráneo. Es que en el mar la vida es más sabrosa. ¿O estoy equivocado?
Barranquilla es, como la papaya, una fruta madurada al sol. ¿O no? No existe papaya que se respete a la que no le hayan “sacado la leche”, apuñaleando débilmente la piel verdosa y colocándola herida en la ventana para que se madure con el sol. El sol con sus rayos dorados la preña de dulzura y la convierte en pulpa roja, sabrosa y repleta de pepitas masticables. “Hasta el palo de papaya se seca”, sentenciaba Sara González, viendo trinar su canario en el patio de la concepción. Barranquilla es, también, como el palo de papaya: de tanto sacarle “la leche” (robado), no sé ha acabao. ¡Que vaina, estos cachacos!
Afirma Ramón que somos, además, “paraíso del constante chanchullo y pionera de la compra de votos”. Esas pinceladas de novela son realidad. ¿Cómo negarlo? Si de “chanchulleros” están repletas las esquinas alrededor del centro cívico. Y algunos “mochileros” pasan sus noches en celdas de la picota o huyen en moto hasta Venezuela, después de fugarse por la ventana del consultorio de un “sacador de muela”. “la casa blanca“, en el barrio el golf, es el símbolo abandonado del “chanchullo” electoral y de la “compra-venta” de conciencia que ha permitido de nuestros “legisladores” sean aves de corto vuelo o eternos parlamentarios de clanes que degradan la demo-cracia.
Pero, no podemos olvidar que somos la ciudad, en Colombia y sus alrededores, del “inacabable carnaval“, como se reseña en marcas en la ópera. Sí, nuestro Carnaval es inacabable. Vivimos en él, para él y por él. Estas fiestas populares, declaradas por la Unesco, en el 2002, patrimonio inmaterial de la humanidad, reflejan, sin tanta reflexión sociológica, el cuerpo y el espíritu de Barranquilla. de la barranquilla de todos los tiempos. La ciudad mía que goza y vive sus carnavales los 365 días de cada nuevo año. Y sin inacabables por su temporalidad anual, sino porque impregnan la sangre de generación y generación de barranquilleros en todos los estratos socio-económicos, a los cuales nos encanta vivir como una auténtica marimonda: todo al revés y sin guardao. ¡Nojodaaaaa!.
Cuando redacto, en los idus del marzo electoral, los sones de los tambores y las “rasca-rasca” de la danza del Congo grande se deslizan, como saetas multicolores, por las ventanas cristalinas del Submarino, donde cocinó y escribo, chocando con las voces afiladas, como el chillar de gatas enamoradas, de las brisas que refrescan y despiertan las ganas de bailar a PLENO SOL la infinita travesura del Carnaval. Si eso no es vida, qué es la vida, ¡sino un carnaval! Azúcar.
Y la revista Diners le dedica, su edición impresa No.623, con título de portada: “Barranquilla, más allá del Carnaval, La capital del Atlántico atraviesa su mejor momento. Diversos proyectos culturales, turísticos y gastronómicos son su gran atractivo, sumado a la alegría y pujanza de su gente.”

Esa edición muestra que existimos, más allá de la diatriba de tanto cachaco auto declarado “enemigo” de la ciudad, bañada de Río y de Mar. La ciudad que es, a no dudarlo, el mejor vividero del mundo. Y, ¿por qué no?, el mejor moridero, como lo cantan las maracas de ramón.
Nota: El contenido de este artículo, es libre, espontáneo y de completa responsabilidad del Autor.