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Por: GASPAR HERNÁNDEZ CAAMAÑO.

Recuerdo que en oportunidad lejana escribí, en columna publicada en El Heraldo, el de McCausland, sobre el derecho al silencio refiriéndome al “acoso” periodístico al que sometieron a ex-rectora de Universidad local, investigada y condenada en procesos penales. Desde las opiniones y las noticias se le juzgaba. Tanto fue el bullicio que muy pocos se percataron de la asunción de un “faraón” que arrasó con el patrimonio universitario, dejando en crisis cultural y financiera al Alma Mater.

Lo cierto es que el silencio es un derecho fundamental, por ser inherente a cada persona. Además, está consagrado en nuestra Constitución Política, cuyo artículo 33 reza: “Nadie podrá ser obligado a declarar contra sí mismo o contra su cónyuge, compañero permanente o pariente dentro del cuarto grado de consanguinidad, segundo de afinidad o primero civil”.

Tal prohibición constitucional, asumida en los procedimientos investigativos de conductas presuntamente “irregulares”, como advertencia obligatoria para quien declara, que no se puede omitir en la diligencia porque afectaría el derecho de defensa y el debido proceso, se transforma por su dialéctica de derecho, también en una garantía (un proceder) en cualquier acto de la vida diaria, como un gesto de defensa propia.

Esto es importante tenerlo presente a cada momento, pues vivimos en ambiente contaminados de verborragia, animando escándalos de toda naturaleza, lo que se ha vuelto una “mala costumbre” desde el pésimo uso de las redes sociales. Ahora, las chismosas del barrio, de la cuadra o de la propia familia han sido reivindicadas por el twitter y demás especies de las tecnologías de la información y las comunicaciones: medios que se hicieron fines.

He ahí, la importancia de guardar silencio sí sé es inteligente. El silencio es prudencia. No siempre aceptación de la versión contraria. ¿Y ello? Porque un derecho es materializado, corporalizado, solo cuando se ejerce a plena satisfacción. Como, por ejemplo, cuando un candidato presidencial, en el trámite de la escandalosa segunda vuelta, decidió no asistir a debate con el otro “man de plaza pública y twitter”. Es decir, guardo silencio. Lo entutelaron y un juez de la Re-pública hizo el ridículo. ¿Se acuerdan?

Bueno. Entonces recuerdo que estamos ad portas de un gobierno de “dimes y diretes“. O sea, de bastante verborrea por el “anhelado” cambio de todas y cada una de nuestras costumbres y estructuras socio-económicas, presumo que, para el bienestar general, como es uno de los fines esenciales del estado social de derecho. Por tanto, ante el ruido probable, el silencio, personal y colectivo, es un derecho fundamental a respetar, reconocer. Garantizar.

Ahora, siendo el silencio un derecho a disfrutar ante el bullicio, en el sentido personalísimo del mismo, puede ser un derecho comunitario, ¿es decir colectivo? ¿Puede una comunidad callar? Intentando hallar una respuesta de memoria, como se decía en el colegio: “se lo sabe de memoria“, me encontré, por ejemplo, con la marcha del silencio a la que convocó el caudillo Jorge Eliecer Gaitán en una de las avenidas de la Bogotá del siglo pasado. ¿La recuerdan? Fue una protesta donde Gaitán pronunció uno de sus célebres discursos de plaza pública. O sea, también es, el silencio, un derecho colectivo.

Aunque en la modernidad tecnológica en que vivimos a la comunidad, para sus protestas sociales, le encanta el ruido, el alboroto. Ahora, las marchas “pacificas” son un bullicio de voces y de colores. Nadie quiere callar para protestar. Entre más “volumen” más es la fuerza presunta de la protesta. 

Entonces, ¿cómo se ejercerá desde agosto el derecho a la protesta, si la oposición al gobierno se silenció, sé calló? Ante semejante interrogante es que reivindico, a mi manera, el derecho al silencio. A callar. En lo personal no discutiré con nadie, ni sí ni no, las próximas decisiones gubernamentales. ¿Y ello? Porque en redes sociales “los ganadores” todavía siguen en debate sobre las bondades que el pueblo sueña serán realidades en el gobierno electo.  Yo también sueño que a mi mesada la reconozcan como un derecho y no como un privilegio de unos pocos y que universalicen las atenciones en salud. Discutiré conmigo mismo. Para ello, ya, me compré un espejo vertical, del piso al techo, para parlar de cuerpo entero.

De ahí que también presuma que ante el silencio y/o callar, derechos innominados (art. 94 constitucional), además de derechos fundamentales estamos ante la presencia, “impajaritable”, de unos derechos colectivos. ¿Cómo así? Claro. Entre los colectivos, consagrados en el artículo 88 constitucional, se encuentran los derechos de seguridad y salubridad como partes del patrimonio público. Y, pregunto, ¿el silencio y callar no son, acaso, derechos que denotan salud y seguridad? Por muy personal que sean, son también bienes públicos sin duda alguna.

Los humanos aprendemos a hablar como a los dos años. Y solo más allá de los 60s es que aprendemos a callar. A los 69, número cabalístico y erótico, amo callar y hablar con el silencio. 

A manera de conclusión. Al país se avecina una época para disentir y reflexionar, ya que los cambios se anuncian con mucho ruido. Y a propósito de ruido, he conocido la reseña del reciente libro del premio nobel de economía, Daniel Kahneman, con dos coautores, titulado precisamente “ruido” en que se plantea una psicología del ruido en búsqueda de “silenciar el ruido“. Entonces, ¡Señores! ante tanto ruido en las decisiones del gobierno nuevo es bueno, creo, recomendar el silencio.

Próxima: la brecha entre noticia y opinión.

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