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Por: Antonio Cueto Aguas.

Primera parte.

“Cuantas veces hemos escuchado la frase: “se puede entrar a la universidad, pero ello no implica que la universidad entre en nosotros” no cabe dudas que el liderazgo es una virtud que en lo general nace con el hombre, y en el devenir de la vida, éste evoluciona y enruta su vida por el camino que le permitirá lograr el objetivo perseguido y como nada es fácil en la vida, son muchos los obstáculos que debe vencer para alcázar su misión u objetivo.  Ahora muchos pensarán que también la constan te lucha producto de las necesidades humanas pueden forzar al hombre a desempeñarse en actividades cuya vocación por ellas no posee, sin embargo, lo hace llevado por su necesidad, pero si es un ser humano con capacidad de liderazgo, él finalmente vence sus propias inhibiciones y logra vencer las dificultades internas, alcanzando su desarrollo personal en  una labor por la cual no sentía la más mínima atracción, esa persona llegó a realizar algo que  su mente había rechazado pero  su propia necesidad lo llevó a desarrollar su fortaleza mental de líder, que traía en su sistema genético. Cosa distinta le sucede a quien care ce de virtudes de líder, este individuo, ante la misma situación del caso anterior, con certeza va camino al fracaso, porque en su desarrollo mental no existe los mecanismos de fortaleza para vencer su propia resistencia, ante lo que su mediocridad lo impulsa a no luchar, entonces, el liderazgo, en mi criterio, viene inmerso en esa fuerza biológica de su sistema genético.

Ahora, apartándose un poco del tema traigo a colación una pregunta que en alguna ocasión me formule: ¿La medio cridad es la regla o la excepción? fue este interrogante el que me llevó a investigar sobre la mediocridad,  la obra de José Ingenieros, me vino como anillo al dedo, al hacer la comparación de conductas mediocres frente a la excelencia y he concluido que hay tanta mediocridad en nuestra sociedad, que es lo que más resplandece, pero que por ser tan protuberante y voluminosas las conductas mediocres, en ocasiones la excelencia se ve como si no existiera, pero cuando hacemos el análisis comparativo si comprendemos que como dice el común: “El perfume fino viene en empaque pequeño, pero su calidad sobre sale ante el ordinario, por ello es menester que siempre debemos cuestionar nos para establecer a cual grupo pertenecemos.

Individualmente considerada, la mediocridad podrá definirse como una ausencia de características personales que permitan distinguir al individuo en su sociedad. Esta ofrece a todos un mismo fardo de rutinas, prejuicios y domesticidades; basta reunir cien hombres para que ellos coincidan en lo impersonal:  “Juntad mil genios en un concilio y tendréis el alma de un mediocre ” esas palabras denuncian lo que en cada hombre no pertenece a él mismo y que, al sumarse muchos, se revela por el bajo nivel de las opiniones colectivas.

La personalidad individual comienza en el punto preciso donde cada uno se diferencia de los demás; en muchos hombres ese punto es simplemente imaginario. Por ese motivo al clasificar los caracteres humanos, se ha comprendido la necesidad de separar a los que carecen de rasgos característicos: productos adventicios del medio, de las circunstancias, de la educación que se les suministra, de las personas que los tutelan, de las cosas que los rodean.  “Indiferentes ” ha llamado Ribot a los que viven sin que se advierta su existencia. La sociedad piensa y quiere por ellos. No tienen voz, sino eco. No hay líneas definidas ni en su propia sombra, que es, apenas, una penumbra.

Cruzan el mundo a hurtadillas, temerosos de que alguien pueda reprocharles esa osadía de existir en vano como contrabandista de la vida.

Y lo son. Aunque los hombres carecemos de misión trascendental sobre la tierra, en cuya superficie vivimos tan naturalmente como la rosa y el gusano, nuestra vida no es digna de ser vivida si no cuando la ennoblece algún ideal; los más altos placeres son inherentes a proponerse una perfección y perseguirla. Las existencias vegetativas no tienen biografía; en la historia de su sociedad sólo vive el que deja rastros en las cosas o en los espíritus. La vida vale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor un ideal; las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuánta juventud la precedió. La medida social del hombre está en la duración de sus obras: la inmortalidad es el privilegio de quienes las hacen sobrevivientes a los siglos, y por ellas se mide.

El poder que se maneja, los favores que se mendigan, el dinero que se amasa, las dignidades que se consiguen, tienen cierto valor efímero que puede satisfacer los apetitos del que no lleva en sí mismo, en sus virtudes intrínsecas, las fuerzas morales que embellecen y califican la vida; la afirmación de la propia personalidad y la cantidad de hombría puesta en la dignificación de nuestro yo. Vivir es aprender, para ignorar menos; es amar, para vincularnos a una parte mayor de humanidad; es admirar, para compartir las excelencias de la naturaleza y de los hombres; es un esfuerzo por mejorarse, un incesante afán de elevación hacia ideales definidos.

Muchos Nacen; pocos viven. Los hombres sin personalidad son innumerables y vegetan moldeados por el medio, como cera fundida en el cuño social. Su moralidad de catecismo y su inteligencia cuadriculada los constriñen a una perpetua disciplina del pensar y de la conducta; su existencia es negativa como unidades sociales.

El hombre de fino carácter es capaz de mostrar encrespamientos sublimes, como el océano; en los temperamentos domesticados todo parece cierta superficie, como en las ciénegas. La falta de personalidad hace, a éstos, incapaces de iniciativa y de resistencia.  Desfilan inadvertidos, sin aprender ni enseñar, diluyendo en tedio su insipidez, vegetando en la sociedad que ignora su existencia: ceros a la izquierda que nada califican y para nada cuentan. Su falta de robustez moral haceles ceder a la más leve presión, sufrir todas las influencias, altas y bajas, grandes y pequeñas, transitoria mente arrastrados a la altura por el más leve céfiro o revolcados por la ola menuda de un arroyuelo.

Espere en nuestra próxima columna la segunda parte.

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