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Por: Antonio Cueto Aguas

Mis columnas periodísticas, siempre van precedidas de mis conceptos personales, la excepción la constituye esta; dado que me encuentro en proceso de superación de un fuerte virus que ha afectado mi salud, lo cual ha impedido el desarrollo de ese concepto personal, por lo cual ofrezco disculpas a mis amables lectores y prometo que para la próxima contarán con ese resumen que permite a los lectores una guía para las consideraciones que cada quien hace de los importantes conceptos emitidos por José Ingenieros en torno al  “HOMBRE MEDIOCRE “.

Basta que un prejuicio sea inverosímil para que lo acepten y lo difundan; cuando creen equivocarse, podemos jurar que han cometido la imprudencia de pensar. La lectura les produce efectos de envenenamiento. Sus pupilas se deslizan frívolamente sobre centones absurdos; gustan de los más superficiales, de esos en que nada podría aprender un espíritu claro, aunque resultan bastante profundos para empantanar al torpe. Tragan sin digerir, hasta el empacho mental: ignoran que el hombre no vive de lo que engulle, sino de lo que asimila; el atascamiento puede convertirlos en eruditos y la repetición darles hábitos de rumiante. Pero apiñar datos no es aprender; tragar no es digerir.  La más intrépida paciencia no hace de un rutinario un pensador; la verdad hay que saberla amar y sentir. Las nociones mal digeridas sólo sirven para atorar el entendimiento

Pueblan su memoria con máximas de almanaque y las resucitan de tiempo en tiempo, como si fueran sentencias. Su celebración precaria tartamudea pensamientos adocenados, haciendo gala de simplezas que son la espuma inocente de su tontería. Incapaces de espolear su propia cabeza, renuncian a cualquier sacrificio, alegando la inseguridad del resultado; no sospechan que ” hay más placer en marchar hacia la verdad que en llegar a ella “.

Sus creencias, amojonadas por los fanatismos de todos los credos, abarcan zonas circunscritas por supersticiones pretéritas. Llaman ideales a sus preocupaciones, sin advertir que son simple rutina embotellada, parodias de razón, opiniones sin juicio. Representan el sentido común desbocado, sin el freno del buen sentido.

Son prosaicos. No tienen afán de perfección: la ausencia de ideales impídeles poner en sus actos el grano de sal que poetisa la vida. Satúrales esa humana tontería que obsesionaba a Flaubert insoportablemente. La ha descrito en muchos personajes, tanta parte tiene en la vida real. Homais y Gournisieu son sus prototipos; es imposible juzgar si es más tonto el racionalismo acometido del boticario librepensador o la casuística untuosa del eclesiástico profesional. Por eso los hizo felices, de acuerdo con su doctrina: (ser tonto, egoísta, y tener una buena salud, he ahí las tres condiciones para ser feliz. Pero si os falta la primera todo está perdido).

Sancho Panza es la encarnación perfecta de esa animalidad humana: resume en su persona las más conspicuas proporciones de tontería, egoísmo y salud. En hora para él fatídica llega a maltratar a su amo, en una escena que simboliza el desbordamiento villano de la mediocridad sobre el idealismo.

Horroriza pensar que escritores españoles, creyendo mitigar con ello los estragos de la Quijotería, se han tornado apologistas del grosero Panza, oponiendo su bastardo sentido práctico a los quiméricos ensueños del caballero, hubo quien lo encontró cordial, fiel, crédulo, iluso, en grado que lo hiciera un símbolo ejemplar de pueblos. ¿Cómo no distinguir que el uno tiene ideales y el otro apetito, el uno dignidad y el otro servilismo, el uno fe y la otra credulidad, el uno delirios originales de su cabeza y las otras absurdas creencias imitadas de la ajena? A todos respondió con honda emoción el autor de la ” Vida de Don Quijote y Sancho “, donde el conflicto espiritual entre el señor y el lacayo se resuelve en la evocación de las palabras memorables pronunciadas por el primero: “asno eres y asno has de ser y en asno has de parar cuando se te acabe el curso de la vida “; dicen los biógrafos que Sancho lloró, hasta convencerse de que para serlo fáltale solamente la cola. El símbolo es cristiano. La moraleja no es lo menos: frente a cada forjador de ideales se alinean impávidos mil Sanchos, como si para contener el advenimiento de la verdad hubieran de complotarse todas las huestes de la estulticia.

El resol de la originalidad ciega al hombre rutinario. Huye de los pensadores aliados, albino ante su luminosa reverberación. Teme embriagarse con el perfume de su estilo. Si estuviese en su poder los proscribiría en masa, restaurando la inquisición o el terror: aspectos equivalentes de un mismo celo dogmatista.

Todos los rutinarios son intolerantes; su exigua cultura los condena a serlo. Defienden lo anacrónico y lo absurdo, no permiten que sus opiniones sufran el contralor de la experiencia. Llaman hereje al que busca una verdad o persigue un ideal; los negros queman a Bruno y Servet, los rojos decapitan a Lavoisier y Chenier. Ignoran la sentencia de Shakespeare: ” El hereje no es el que arde en la hoguera, sino el que la enciende “. La tolerancia de los ideales ajenos es virtud suprema en los que piensan. Es difícil para los semicultos; inaccesible. Exige un perpetuo esfuerzo de equilibrio ante el error de los demás; enseña a soportar esa consecuencia legítima de la falibilidad de todo juicio humano. El que se ha fatigado mucho para formar sus creencias, sabe respetar las de los demás. La tolerancia es el respeto en los otros de una virtud propia; la firmeza de las convicciones, reflexivamente adquiridas, hace estimar en los mismos adversarios un mérito cuyo precio se conoce

Los hombres rutinarios desconfían de su imaginación santiguándose cuando ésta les atribula con heréticas tentaciones. Reniegan de la verdad y de la virtud si ellas demuestran el error de sus prejuicios; muestran grave inquietud cuando alguien se atreve a perturbarlos. Astrónomos hubo que se negaron a mirar el cielo a través del telescopio, temiendo ver desbaratados sus errores más firmes.

Espere el final de esta columna: ” El HOMBRE RUTINARIO “.

Nota: El contenido de este artículo, es opinión y conceptos libres, espontáneos y de completa responsabilidad del Autor.