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Por: GASPAR HERNÁNDEZ CAAMAÑO.
-COCINA CON MAGIA CARIBE.
Mis primeros años de vida los pasé debajo de la sombra de un inmenso árbol de níspero, en una casa del barrio Chiquinquirá ubicada en la calle Obando estrellándose con Vesubio. Y la última imagen que conservó de mi abuelo paterno, José de las Mercedes, es sentado en un taburete a la sombra de un palo de ciruela de Castilla al fondo del patio su casa en barrio La Primavera de Baranoa, lucía un “mameluco” blanco, de jubilado de Cementos del Caribe.
Estas sombras, a pleno mediodía del pasado Domingo de Ramos, revivieron en mi memoria apenas me senté en una vieja y conservada mecedora de madera, en el patio de la casa de la señora Josefina Cassiani en el Barrio Abajo, donde atiende, bajo estricta reserva, a comensales venidos de los alrededores y turistas. Quedé embriagado bajo la sombra del níspero y viendo de reojo al ciruelo copándose de sus apetecidos frutos. recuerdos gratos de la niñez.
Me deleite la mirada, mientras la brisa cálida de Semana Santa hacía caer hojas del níspero sobre mí. El níspero, como una capa verde, y el empelechado ciruelo son los dueños señores del patio barranquillero de Josefina. Realmente un tesoro para recobrar la infancia escondida en esta vida vivida en las esquinas, terrazas y patios de la Barranquilla querida de colores y sabores que nutren los rincones del Barrio Abajo: patrimonio gastronómico cultural.
Mientras disfrutaba la tibia frescura de la sombra del parido níspero y curioso observaba el ecléctico mobiliario del patio-cocina de Josefina -mujer madre y abuela-, me olvidé fugazmente a qué había ido: a almorzar con un sancocho de guandul. E inaugurar ahí mis penitencias culinarias de la Semana Mayor. A comer lo que no me puedo preparar en mis fogones de solitario submarino. A pecar. No de gula, sino de vida. Vida epicúrea.
Mi dicha silenciosa y chismosa se terminó cuando religiosamente fueron llegando, en grupos de amigos y familiares, los otros comensales que tenían reservado una silla en el patio de Josefina. De un momento a otro las mesas, con manteles de colores, ubicadas bajo el níspero, fueron ocupadas por rostros “hambrientos” que con sólo miradas insinuaban les trajeran sus platos previamente encargados. Me trajeron una caribañola de queso y me despertó la santa hambre.
Como fui solo, me ubiqué en una mesita de madera del siglo pasado, desde donde podía observar qué comerían los demás. Me sirvieron en totuma mi guandul con arroz blanco. En porciones ideales. Una jarra de agua e panela y una cuchara de palo. Todo limpio y aseado. El sancocho tenía la temperatura adecuada y ese sabor a tierra y cielo que hace inmortal ese “potaje” de carnes de cerdo y res con vituallas. Lo devoré con apetito medido. Me arrimaron cucayo y un tinto, amén de un “rajuñao” de papaya cristalina. Todo mono.
Vi, cómo evitarlo, como a las otras mesas llegaban las ágiles bandejas repletas de sancocho, arroz de camarón y mojarra fritas. Y así aquellos rostros comenzaron a sonreír. Calladamente. Como en un ritual. Ordenado. Todos comíamos y nadie levantó la voz. Un almuerzo honroso. Sin gritos, ni borrachos. O sea, una vaina bacana. Relajada. la sombra robusta de ese árbol de níspero amansa y suaviza el hambre. Buen lugar para alimentarse del puro sabor killero.
Josefina en dos oportunidades llegó a donde mí. Pregunto cómo estaba. Dije: ¡monocuco! Y precisó que su cocina rinde homenaje a Gabo y a Esthercita forero. Dos singulares personajes del Barrio Abajo. Nada expresó sobre su sazón. Esa brilla en sus platos elaborados con los nutrientes de esta Región del Río y del Mar. De polleras y carnaval. No me dejo levantarme hasta que me dieron cucayo. Y quede convencido que volvería a su patio.
Sí. Volveré al patio encantado de Josefina. Volveré cuando el ciruelo esté verde, lleno de sus “olivas” criollas. Ciruelas rojas y verdes. Y Volveré a rescatar los recuerdos de mi infancia bajo la sombra de ese níspero que me cautiva desde niño. En la nevera para esta época conservó nísperos maduros para sentir su olor de alcohol y dulce. Recobre la niñez en el patio de Josefina, que vaina buena. Lo que se recuerda en lo que hace de la literatura lo mejor de la vida. Volveré.
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