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Por. Cesar Gamero De Aguas.
Ya ella, la guacharaca había estado triste. Desde aquella tarde gris del mes de mayo cuando falleció Nelly, su madre de crianza. En contadas ocasiones parecía haber recobrado la alegría cantando en cada uno de los patios del populoso barrio “El Rincón”. El ave de color marrón oscuro había pertenecido siempre a la familia Villa Barrios, desde que fue encontrada por “Titoy”, el hijo mayor de la familia, en una de las trochas lejanas que dividen el pueblo con el monte. Al parecer fue abandonada por el resto de su familia y ella tímida, deambulaba de un lado para otro ansiosa, siendo entonces una presa fácil para cualquier depredador de esos que acechan y pululan en la vida del campo. Quince largos años al lado de la familia Villa- Barrios, le habían otorgado cierto privilegio, un estatus mezquino difícil de erradicar y por ello entraba sin pedir permiso a la habitación que tenía aquella casa de bahareque con pisos de arena amarilla. Su canto era constante y de incansable perseverancia. Volaba no solamente al interior de la inveterada vivienda, sino que este se extendía hacia los techos de zinc, de las casas vecinas.
La guacharaca de Nelly como era conocida, vivía su mundo de aventuras en medio de los procederes de una familia numerosa que terminó acogiéndola como una hermana más, en una época de colores dorados donde aún se creía en los espantos y los aparatos en los caminos.
Un tiempo después de que los hijos construyeran la casa de material, la guacharaca seguía posándose en las cercas que dividían los patios, cantando, emitiendo sus sonidos naturales e innatos, acostumbrando a más de un centenar de personas. Su cuerpo delgado la hacía aún más ágil y esquiva, en ocasiones se tornaba impaciente, atrevida y locuaz. En varias oportunidades ingresaba a las casas y hurtaba de los platos de comida cualquier presa o pescado que estuviera según ella, mal puesto. Las señoras la perseguían con cuanta escoba vieja había e incluso usaban aquellas escobas hechas con hierbas que terminaban espolvoreando sus hojas secas debido a la fuerza descomunal y la ira perpetua de las afectadas. Pero era infructuoso e innecesario, la guacharaca volaba alto y se perdía en las copas de los árboles de olivo de los patios vecinos. Era frecuente verla en las ramas del frondoso árbol de olivo de la familia Flórez De Aguas, allí en medio de una placentera tarde y bajo el devenir de una brisa fresca posaba el resto de la tarde. Regresaba como era habitual ya entrada la noche y se refugiaba cansada debajo de la tinaja de la casa, donde se había apoderado de un nido que una gallina culeca había hecho con cuidado allí. Fueron incontables las travesuras que hoy prevalecen en el imaginario colectivo de algunos habitantes del barrio El Rincón, en otra ocasión fue la culpable de una gresca entre jugadores empedernidos de fierro. Aquella tarde de un Jueves Santo muy cerca de la casa de Carmen Villa, jugaban el Papi Contreras, Wilmar Colón, el Mello Contreras y otros dos más cuyos nombres ya desaparecieron de mi escueta memoria, estos de manera empedernida, elevaron una apuesta de esas calientes en la cual todos los jugadores apostaban su resto, el juego era seguido por más de una veintena de curiosos, que con ojos de asombro esperaban inquietantes el final de la partida. La apuesta estaba servida para que el Papi la ganara con un fierro certero de 7 en sus cartas, pero impertinentemente apareció la guacharaca, quién a pesar de no estar invitada en aquel juego del diablo, irrumpió y con una agilidad extrema cogió la carta servida con su pico, perdiéndose entre la multitud. Los jugadores iracundos salieron despavoridos en medio de su sorpresa, pero todo fue en vano la guacharaca se perdió en la distancia, así como también terminó perdiéndose la apuesta entre un rebullicio confuso, que protagonizaron los amigos de lo ajeno, y entonces un carnaval de comentarios y de risas acabó con la partida.
El caso que fue puesto en manos de la inspectora Edelza Barraza, poco surtió efecto pues pese al carácter recio, indomable, fuerte e intransigente de la representante del Estado, no se pudo lograr mayor cosa, la inspectora del pueblo terminó atribuyendo aquel curioso suceso a las fuerzas del mal, y recalcó que ya los jóvenes de aquel entonces no respetaban los días santos, jugando baraja. La guacharaca jamás devolvió la carta 7 de diamante, que a juicio del afectado era la carta que lo acreditaba como ganador.
¡Fácil empresa!, era para aquella ave de episodios jocosos en el populoso barrio, El Rincón.
Pese al transcurrir incesante del tiempo, ya la guacharaca ha perdido su interés por volar y aparecerse repentinamente en los patios de las casas, se ha vuelto lenta, parsimoniosa y de muy poco cantar. Ahora la observan los niños visitando el patio de Minga Villa. Allí salta de un lado para otro entre las latas que conforman la cerca de las casas contiguas. El silencio de la guacharaca es notable, su tristeza parece irremediable, la intriga crece al interior de la comunidad y ya más de uno aqueja su extraño y notable cambio, a un mal presagio. Santelmo Villa también ha dejado de arrojarle arroz y esto pareciera haber acrecentado su desinterés al canto.
Ella observa cautelosa en la distancia hacía el interior de la casa que no tiene ventanales en el patio y ve allí a uno de sus grandes amigos, de la época quizás de su cuidadora Nelly. Allí, aislado yace Santelmo Villa, en su lecho de enfermo y con una movilidad limitada que le impide lanzarle ahora sus esperados granos de arroz cocido. Algunos sostienen que el misterio del ave es absoluto e irreversible, no come ni en su propia casa, es intermitente en su vuelo y ya no baja al árbol frondoso de olivo donde los Flórez De Aguas, que ahora recibe los pájaros de colores jamás vistos en el pueblo.
La guacharaca sigue ahí, solitaria en su melancolía, el canto ha desaparecido, y el sonido que emite ahora lo producen las garras que se permiten sujetar a un tronco viejo de la cerca. Ella sigue allí aferrándose a su nostalgia, una nostalgia que pareciera predecir el futuro natural de su existencia. Santelmo siente el sonido casi que imperceptible del ave y sabe que está allí esperando por él. Pese a que ha perdido su vista, Santelmo se niega a aceptar la tristeza notable del ave. Percibe su inquietud y se conmueve en su soledad, entonces su rostro se baña de lágrimas y la guacharaca viaja fugazmente a su nido a la espera de poder remediar su vacío, un vacío sin fondo que va y viene como las olas sin fuerzas de la ciénaga, que a pocos minutos de llegada la noche se tornan tranquilas en su soledad. Al amanecer los cantos de las aves silvestres retoman sus rutinas, los campesinos viajan a sus parcelas en medio de cantos de alegría, los pescadores a su faena, y la guacharaca acrecienta su desconsuelo. Así como se lo permiten sus fuerzas va de cerca en cerca hacía su último destino, los niños la siguen con inquieta atención, los vecinos los ahuyentan sin saber lo que acontece, saben ya del silencio de la guacharaca, pero creen que será pasajero, como otras veces, solo que esta vez su angustia es perseverante, agobiante y sin cura. La inmensa soledad de Santelmo es dividida, silenciosa e incesante, la guacharaca ha llegado una vez más, esta vez muy cerca de los perfiles de la ventana, allí el sonido que producen sus filosas garras es más persistente y Santelmo voltea apresurado y sonríe de nuevo, una sonrisa fingida, imaginando quizás que aquella mañana podría ser la última, la última vez de sentir el silencio de la guacharaca y la última vez de percibir que ya no se halla aquí, sino que ha dejado de existir.
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