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Por. Cesar Gamero De Aguas.

Su silencio al interior del aula de clases era notable. Sus ojos color miel y su delgada silueta la hacían parecer frágil, débil, y algunas veces tierna en un espacio aparte del caluroso salón repleto de jóvenes inquietos. En ocasiones no lograba sostener fija su mirada, parpadeaba con sutilidad, quizás por su timidez o por ocultar tal vez su nueva forma de ser. No había duda, su paso de niña a mujer se había dado en medio de la pandemia arrolladora, que pese a todo acabó con las ilusiones de muchas personas, enfrentándonos a un nuevo paradigma de vida, con pasos dificultosos aún difíciles de asimilar.

Su cabello color castaño bajaba por sus hombros, idealizando una misteriosa personalidad de frágiles encantos.

Pese a que el gobierno había decretado el ya no uso obligatorio del tapaboca como medida preventiva en ciertos lugares, ella continuaba con esta fastidiosa rutina ajena a la voluntad de muchos. Mi capacidad de abstracción no me permitía hallar una respuesta razonable a esta nueva conducta que recién nacía en muchos jóvenes y adultos mayores posterior a la pandemia. El hecho de ocultar el rostro tengo que admitirlo, me ha parecido algo indecoroso. El rostro de alguna manera es nuestra mejor carta de presentación y con ello se dan otros pasos subsiguientes que materializan o no nuestras relaciones interpersonales. Pese a ello, nacemos con un rostro que de alguna manera es una especie de máscara, la cual va cambiando de acuerdo con nuestras emociones, necesidades, pero también con el pasar de los años. La apariencia humana es una máscara que nos acompaña y llevamos a muchas partes, unos rostros nos cautivan, otros nos repulsan, algunos pasan desapercibidos frente a otras máscaras que quizás nos engañan con sus miradas y accionares, ¡total somos máscaras! Me pareció extraño que una joven mujer de escasos 15 años de edad quisiera ocultar su bello rostro, más ahora en medio de una generación de cristal, donde las apariencias físicas parecieran serlo todo y nada al mismo tiempo.

La historia de las máscaras es tal vez la historia misma de la humanidad, algunos textos históricos sostienen que el uso de estos antifaces data de la era paleolítica, donde se han hallado fósiles de animales usados por el hombre para cubrir su rostro, una señal interesante que pone de manifiesto una cultura popular que se niega a desaparecer. Sin embargo, me continuaba pareciendo intrigante el uso normal del tapabocas color azul cielo de aquella joven, encubriendo un rostro de ángel que debería ser mostrado sin vacilación, con total personalidad, pese a todo, ella desarrollaba sus actividades de estudio normales dándole un toque especial a su destacado desempeño, entre una timidez que se fraguaba en un pequeño crisol de arcilla y de incertidumbre.

Las primeras sociedades de individuos utilizaron las máscaras como una representación del folclor, de lo misterioso, del ocultismo, de mantener y sostener una relación estrecha con sus dioses, con los astros que eran parte de su acervo cultural. Sin embargo, en épocas simultáneas al folclor, las máscaras representaban la represión, la euforia, la escenificación surrealista de la maldad, el desplazamiento, el infligir temor, miedo, e incluso hasta lo maligno. Las luchas entre aldeanos en algunos lugares de Inglaterra, eran crueles, violentas, salvajes, viles, despiadadas, los guerreros mostraban ese ímpetu violento utilizando máscaras que decoraban con tintes naturales. Todo esto alimentaba mi intriga, cautivaba mi atención, la niña del tapabocas azul cielo se destacaba incluso en medio de más de 1200 alumnos de aquel claustro estudiantil. Mi atención era compartida por varias personas que terminaron cansándose de sugerirle lo contrario a su voluntad, que era continuar utilizando su tapabocas de color azul cielo.

La pandemia no solamente había causado el fallecimiento de millones de personas, sino que también había desaparecido una niñez, el cambio físico de su temprana adolescencia había llegado detrás del uso de ese cubrebocas de poliéster, al cual se había terminado de adaptar de manera circunstancial.

La pandemia entonces seguía dejando secuelas irreparables en muchos adolescentes, ¡el tapabocas no desea dejarla a ella o tal vez ella no deseaba dejar el barbillo¡, que ocultaba ahora un rostro tierno de niña recién nacida.

La niña del tapabocas azul cielo, musita con sus ojos fulgurantes, limita el uso de sus palabras, es esquiva, tímida y perseverante en su accionar, pareciera tenernos acostumbrados a su nueva manera de vivir, cubriendo su fino rostro, previniéndose del contagio de alguna maligna enfermedad, o tal vez perfeccionando con el pasar de los días, meses y años su manera oculta de esquivar su propia realidad, de sentirse segura de sí misma, en un mundo de máscaras que cada día  nos rodean, pero que además nos persiguen indefinidamente hasta el culmen de nuestra existencia.

Nota: El contenido de este artículo, es opinión y conceptos libres, espontáneos y de completa responsabilidad del Autor.