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Por: GASPAR HERNÁNDEZ CAAMAÑO.
Jean-Jacques Rousseau, pensador ginebrino del Siglo XVIII, propuso el concepto de “voluntad popular“, para expresar la constitución de un interés común en la sociedad moderna, ajena a feudos y esclavitudes, pues el Contrato Social significa el respeto a la igualdad, en general, superando la idea de un soberano adueñado del poder político absoluto e instalando la soberanía en el pueblo unido libremente, en un territorio.
Esta concepción rousseauniana influyó, grandemente, en la filosofía política de las llamadas teorías contractualitas, obvio, desde la postura no violenta del hombre bueno. Tanto que está ingresada, a mi entender, en la Constitución Política Colombiana de 1991, desde su Preámbulo, diseñada para un Estado Social de Derecho, pero aplicada y vigente para una sociedad pre-moderna -feudal- como la Colombia actual. ¡Que paradoja!
Alguien se preguntará dónde encontrar las ideas de Rousseau, expuesta en su obra “el Contrato Social“, en la Constitución del 91, como he manifestado. Alejado de un aire académico, me permito invitar al lector acucioso a revisar los artículos segundo y trece de la Carta. Entre los fines esenciales del Estado, el art. 2o. destaca: “servir a la comunidad y promover la prosperidad general“. Es decir, nada de desigualdad, ni de pobreza.
El artículo 13 constitucional, para mí sacado de un párrafo del libro “El contrato social”, es más explícito al consagrar: “Todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, recibirán la misma protección y trato de las autoridades y gozará de los mismos derechos, libertades y oportunidades sin ninguna discriminación por razones de sexo, raza, origen nacional o familiar, lengua, religión, opinión política o filosófica”.
Así las cosas, quienes utilicen la expresión “la voluntad popular“, como argumento para sostener una aspiración política, ya sea partidista o personalista, están falseando, no solo el espíritu bondadoso de su autor, sino que discriminan con la intención de la misma, como es el beneficio del interés general. Recuerdo que así la están usando, en pasado y presente, en el vecindario, como por acá al invocar, en la plaza, al PUEBLO.
Entonces, apropiarse del vocablo “voluntad popular“, en discursos y banderas, es una forma de limitarla y negarla, pues inmediatamente comienza a referirse a la voluntad del máximo líder y la enrumban, como soporte, a la dictadura. Fenómeno histórico que aún no se eclipsa en distintas naciones de nuestra América Latina y que nos permitió, en la mitad del Siglo pasado, engendrar desde la ficción el inacabado y exitoso “boom de la literatura latinoamericana“.
Como lo evidencia el presente reciente, “nuestros” dictadores han sido y son verdaderos personajes que, quien lo duda, además de ocupar un lugar en la historia de la ignominia, llenan páginas de novelas como: “EL señor Presidente”, de Miguel Ángel Asturias, “Yo, El Supremo.”, de Augusto Roa Bastos, “Conversación en la Catedra” y “La Fiesta del Chivo”, de Mario Vargas Llosa y, solo por señalar algunas, “El Otoño del Patriarca”, de Gabriel García Márquez.
Para ilustrar tal figura real y literaria, comparto un párrafo de la Carta que Gabo envió a Vargas Llosa, en marzo de 1967, contándole del personaje que había concebido, luego de “corregir las pruebas de imprenta de Cien años de soledad. Es el siguiente:
“Espero que en un año me alcance para sacar adelante el disparate del dictador. Creo que será mi novela más difícil. No sé si te dije que es un largo monólogo de un dictador de 120 años, sordo y completamente gagá, que trata de justificarse ante el Consejo revolucionario que lo ha derrocado y que ha de fusilado al amanecer. El problema es que este hombre debe hacer una recapitulación de sus 80 años en el poder, y hacerla en un tono decididamente lírico. Quiero ver hasta dónde es posible convertir en un relato poético la infinita crueldad, la arbitrariedad delirante y la tremenda soledad de este ejemplar bárbaro de la mitología latinoamericana“(Ver pág. 203 de Las Cartas del Boom).
Este bárbaro, ansioso de poder, se sale de las poéticas páginas del otoño para habitar, atemporalmente, las tierras hermanas anunciando “baños de sangre” y ejerciendo un poder hurtado a la voluntad popular. Definitivamente, la literatura es más fiel que la realidad. Solo la ficción nos hace felices. Porque en la novela ningún dictador ha vida eternamente. ni para contar su propia historia. Mientras existan dictadores seguimos en la barbarie.
La próxima: Los cien años del equipo de Micaela.
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