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Por: Jaime Colpas Gutiérrez, historiador y cronista
Debo extenderle un abrazo de felicitaciones a mis hermanos: Carmiña que nació el día de virgen en 1960 y Raúl que repitió su nacimiento dos años después en ese mismo día en que se celebra de manera universal la aparición de la virgen María en el monte del Carmelo, cuya fecha de 1251 fue “cuando la virgen María descendió y apareció con el hábito de la Orden en la mano, y se presentó ante San Simón Stock, superior General de los Padres Carmelitas del convento de Cambridge” (Véase Wikipedia), perteneciente a los franciscanos.
Está fresco el recuerdo de mi primera visita a las festividades del 16 de julio de 1968 cuando ví atiborrado el templo y las calles de la majestuosa iglesia del Carmen de estilo románico con policromos vitrales, edificada en el naciente aristocrático y moderno barrio El Prado, cuya construcción se inició en 1927 en manos del arquitecto español Alfredo Badenes, traído por los hermanos capuchinos a la ciudad y que luego rediseñó el arquitecto J. Recasens.
En el texto de “Barranquilla, pasado y presente” de los historiadores Baena y Vergara está citada la anécdota de que en un partido de golf entre el empresario y urbanizador Don Carlos Parrish y el superior de los capuchinos que llegó de Riohacha en el Country Club.
Allí Parrish le hizo la propuesta a este de que construyera una iglesia en honor a la virgen en la naciente urbanización de burgueses reinstalados del centro de la ciudad. El padre Capuchino le dijo que aceptaba si le donará de manera gratuita un inmenso lote hacia la carrera uno, hoy la cincuenta, y así comenzó la historia del patrimonial templo.
En ese día asistí a la imponente procesión llevado por la vecina Carmen Arzuza y madrina de mi hermano mayor Ivan Colpas, entrañable amiga de mi abuela Evangelina Reales q.e.p.d. y mi madre Beatriz Gutiérrez y mi padre Pastor q.e.p.d., un obrero de la empresa de aceite Fagrave.
Vivíamos en una humilde casa con un patio inmenso con un palo de limón y crías de gallinas, recién remodelada debido a que mi abuela una mujer con mucha suerte se ganó dos loterías del Atlántico y la cueva de Montecristo aún sus calles eran de arena puro dónde transitaban inmensos arroyos locales.
Además, después de la 59 con 48 dónde vivíamos muchas travesuras de la época había un inmenso monte donde jugábamos los niños y adolescentes del barrio como nuestra finca barrial. Y, en ese mismo año por autogestión de los vecinos se instaló el alcantarillado en el barrio invasión, situado muy cerca al estadio de béisbol Tomás Arrieta, hoy el Edgar Rentería.
En 1968 era un niño inquieto, respetuoso y vivirás de 10 años, cuyo acontecimiento singular se impregnó el fervor y devoción por la virgen María, ya que recorrimos las calles de El Prado y barrio Boston con una banda musical y juegos pirotécnicos a tutiplén frente a las emisoras de don Roberto Esper Rebaje q.e.p.d. de la cadena La Libertad.
Desde esos años se afianzó la tradición familiar de la Virgen del Carmen, festividad que se multiplicó por la ciudad en el decenio de los 70 del pasado siglo, constituyéndose en la más ruidosa fiesta patronal de Quilla, la cual fue alimentada por inmigración guajira en la bonanza marimbera.
Tuve la dicha de asistir a una alegre fiesta con muchos tragos del Olf Parr botella de 12 años y vallenato corrido interpretados por conjuntos de la época hasta altas horas de la madrugada en la casona patrimonial de color blanco de Enrique Coronado, ubicada en la calle 59 con carrera 53, acera norte frente al edificio de Los Fundadores, dónde vive aún el olvidado y celoso guardián de las tradiciones barranquilleras don Alfredo de la Espriella.
Los hermanos Zuleta interpretaron una canción que se constituyó en el himno a la Virgen del Carmen en los años 80 dónde mencionan al gran Enrique, la cual dice: “Enrique Coronado nos ha mandado una carta desde Barranquilla pa’ los Hermanos Zuleta, el 16 de Julio, yo voy hacerle Una fiesta pa’ que vea la virgen en la sala de mi casa”.
Esta festividad se arraigó más aún con las canciones y menciones a la virgen del inmortal Diomedes Díaz, y en horas de las madrugadas el cielo barranquillero era un hervidero de truenos estridentes de la pirotecnia explotada por los seguidores de la virgen del Carmen a finales de siglo XX.
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